La lluvia golpeaba los
pliegues plateados de las olas, fusionando el sonido de las gotas al
caer con el rugido del mar agitado. Desde el puerto de Vlissingen el
ruido del océano y la tormenta eran la base rítmica de cada día,
al salir a faenar y al volver para poner el pescado en venta. Por la
noche tras los vidrios de las tabernas. Los habitantes de aquella
ciudad holandesa estaban tan acostumbrados a aquel estruendo que no
podían apreciar su furia, ni su belleza.
No era así para el
Viajero y su compañera. Habían llegado aquella mañana a
Vlissingen, después de partir desde Ámsterdam, donde les había
dejado el tren que tomaron en París. El Viajero se había
impacientado al llegar a la ciudad portuaria y fue enseguida a la
zona costera para preguntar por Bordick, siguiendo los consejos que
le había dado el señor Payré. Jan Bordick era un marinero que se
dedicaba al transporte de pasajeros entre Vlissingen y la Gran
Biblioteca en Syrencall además de otras dos o tres ciudades de la
costa oriental de Inglaterra. Cuando el Viajero y Ceara llegaron al
puerto, Bordick se encontraba en el mar, haciendo uno de los
trayectos, así que esperaban desayunando en una de las tabernas,
cuyas vitrinas tenían vistas directas al mar.
- ¿Me vas a explicar qué biblioteca es esa a la que vamos?
-preguntó Ceara cuando terminó las tostadas-
-
¿No te cansas nunca? Dos horas de tren preguntando lo mismo. Pensé
que habías desistido. -dijo el Viajero, hastiado-
- Sé
que hay cosas "secretas" que no me puedes contar, pero al
menos podré saber a dónde me llevas, supongo.
-
Mira que eres testaruda.
- ¿Y
lo que te gusta? Mantengo vivo tu ingenio de lobo solitario.
- En
fin... La Gran Biblioteca es el último bastión de todos los
conocimientos... poco académicos. Esotéricos, mágicos... Ese tipo
de cosas. ¿Has oído hablar de los alquimistas?
-
Sí, claro. En mi colegio teníamos bastantes cosas hechas por
alquimistas, pero nunca he sabido qué hacen exactamente.
- Yo
tampoco lo sé muy bien, su disciplina es algo bastante desconocido.
Además de que la gente no hace preguntas por la estúpida
superstición, pero tengo entendido que de alguna forma cambian la
estructura, la forma de la materia. El alma de las cosas, si lo
prefieres. De esa forma consiguen objetos con propiedades asombrosas.
-
¿Funciona así? Qué curioso. Parece muy científico, no tan mágico
como dicen.
- La
magia no es más que ciencia bien entendida y bien aplicada. Al menos
hasta donde yo sé. Aunque no comprendamos algo por muy mágico que
parezca, siempre hay una respuesta detrás, sólo que aún no la
conocemos.
Los dos compañeros se
detuvieron a beber sus respectivos cafés y a contemplar el mar
picado. Durante la conversación de la noche en que se conocieron y
el viaje en tren desde París a Ámsterdam, Ceara se sorprendía de
lo fácil que le resultaba al Viajero profundizar en un tema. Se
parecía a sus profesores del colegio cuando hablaban de su
asignatura. Aquel joven con mirada de anciano había fascinado a la
chica de una forma increíble. Algo en su mente se había roto al
escapar y todos los fantasmas que la educación había dejado en su
cabeza habían ido desapareciendo de uno en uno.
Hacía unos meses habría
sido impensable para Ceara Hettfield huir del internado y viajar con
un desconocido hacia donde él la llevara. Pero había algo en su
corazón que batía por volver a lo imprevisible, a lo salvaje. Algo
en su interior la había sacado del automatismo de la vida cotidiana
y
la empujaba a vivir.
- Viajero... -comenzó la chica hasta que su compañero la miró de
nuevo- ¿Entonces los libros de esa biblioteca explican las cosas
mágicas?
- No
sé si decirlo así... Sé que tratan de eso. Aunque nosotros sólo
buscamos uno, Love & Hate Rhapsody.
Ceara dejó la
conversación, el Viajero acababa de ver cómo se acercaba un barco
al puerto, y aunque hasta media hora después no habría atracado, su
compañero ya había salido al muelle a esperar. Cuando aquella
embarcación hubo llegado a la costa, Bordick bajó de ella y tras
cruzar unas palabras con un anciano que estaba ayudando a amarrar su
buque, echó a andar bajo la lluvia en dirección al Viajero y Ceara.
El marinero era un hombre de unos cuarenta años con el pelo rubio
entrecano, corpulento y un par de centímetros más bajo que el
Viajero. Tenía la cara cruzada por un millar de arrugas, entre las
que brillaban sus ojos grises, astutos y alegres. Entre la barba de
tres días lucía una sonrisa amplia.
- Me han dicho que vais a Syrencall. Yo soy Jan Bordick. -dijo el
marinero en un perfecto inglés-
-
Así es. ¿Cuando vuelve a salir su barco? -preguntó, impaciente, el
Viajero-
-
Mmm... no hay una hora exacta, pero mis hombres necesitan un descanso
y si saliéramos dentro de media hora estaríamos de vuelta para
comer en casa, así que supongo que en ese tiempo saldremos. Pueden
subir a bordo y dejar su equipaje si quieren, sentarse incluso.
-
Eso haremos, muchas gracias señor Bordick.
···
La espuma del mar
jugueteaba con el casco del barco de Bordick mientras se acercaba a
la costa de Syrencall. Apoyado en la borda de proa, el Viajero vio
por primera vez la ciudad en la que vivían sus desvelos y
esperanzas. Parecía sacada de otro siglo. Se encontraba encajada en
los acantilados, inaccesible desde tierra. Más que una ciudad eran
un montón de casas apiñadas en torno a una calle que llevaba
directamente desde el puerto hasta un edificio gigantesco de planta
redonda con una enorme cúpula. La Gran Biblioteca. A su lado Ceara
se frotó los hombros acusando el frío y el viento, y el Viajero la
rodeó con el brazo. No dejó de mirar la imponente figura de la Gran
Biblioteca hasta que no hubo desembarcado, y una vez con los pies en
Syrencall sintió que estaba respirando un momento decisivo. Su
momento.
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