martes, 22 de octubre de 2013

Love & Hate Rhapsody: Capítulo IV

     Las calles estaban perladas de lluvia y dotaban a la ciudad de un halo fantasmagórico y encantador. La gente comenzaba a salir a los restaurantes, bares, cines y teatros. La ciudad se llenaba de color y sonrisas. Como una nota discordante en una armonía escrita con genialidad, el Viajero paseaba por las calles, empapándose del ambiente de la ciudad de la que había quedado prendado de niño.


     Había llegado unas horas atrás y ya había conseguido vender el coche. Ver de nuevo suficiente dinero en sus bolsillos había compensado la desazón por la pérdida del vehículo. Después había tomado un café y desde entonces había estado paseando por sus lugares favoritos de París. Fue a Montmartre en cuanto pudo y buscó un hostal para pasar allí la noche, ya que era su barrio favorito. Inconscientemente sus pasos le fueron llevando al último sitio que había visitado al llegar a París en el viaje de ida, cuando llegó al continente; un bar en una calle estrecha y tranquila. Miró a través del ventanal, el ambiente era el mismo, pero no localizó al chico del pelo rojo con el que había estado la última vez. Tuvo que contener las ganas de entrar y tomar una cerveza, pero pensó que al dueño no le haría gracia ver a alguien que hacía pocos meses se había peleado allí.


     Siguió caminando y se acercó a la estación de París Norte, quería salir cuanto antes a Ámsterdam, Bruselas o cualquier sitio desde el que llegar a Vlissingen y de allí a Syrencall. Llegó a la estación divisando desde la distancia su puerta principal. Le entusiasmaba lo ferroviario, de forma que de algún modo, sintió una pasión infantil hacia aquella estación. Cuando había estado en París, unos meses atrás, apenas había visitado alguna biblioteca, y de niño sólo había estado en la estación de Saint-Lazare, que había rememorado en muchas ocasiones en cuadros impresionistas.

     Atravesó las puertas cruzándose con otros que, cómo él, eran viajeros. Algunos lo hacían por ocio, por descanso. No faltaban trabajadores apurados que salían o entraban cansados y con ganas de llegar a sus casas. Pero esparcidos por los bancos y los recobecos de la estación se repartían otros viajeros, que viajaban por el hecho de viajar. Otros que como él viajaban solos en compañía de sus pensamientos y objetivos.

      Cruzó los pasillos hasta llegar a un panel en el que decía “Hollande”. Encontró en él un tren que salía de madrugada hacia Ámsterdam. Ese era perfecto. Giró la cabeza hasta localizar las taquillas y caminó hasta ellas, fijándose en la gente a su paso. No sabía si era una especie de obsesión o sencillamente curiosidad, pero siempre se detenía en los rostros de la gente a su alrededor, analizaba narices, ojos, bocas, expresiones. La mayoría revelaban una gran concentración en localizar las dependencias que buscaban. Otros corrían o aceleraban el paso, con un terror tenue en el rostro. Sólo algunos estaban completamente relajados y paseaban por la estación, disfrutando de su ambiente como otros disfrutarían el de un parque.


      Al acercarse a la taquilla, vio a una pareja de militares pidiendo la documentación a los que se acercaban a la cola. No podía evitarlos. No era fácil viajar lejos de casa sin permiso expreso. Él tenía uno que le habían facilitado en la Universidad, un permiso de investigación. No obstante, no sabía hasta qué punto las autoridades eran conscientes de su viaje, no había llamado la atención y sólo dos personas sabían lo que buscaba. Una de ellas era Payré, el anciano le había inspirado mucha confianza. La otra estaba muy lejos de allí. Y no lo delataría jamás, tenía tanta importancia para él como para el Viajero encontrar el libro y consumar su venganza.


      Cuando vio a los militares apostados tras una columna ya era demasiado tarde para dar la vuelta. Así que no tuvo más remedio que ser más rápido. Aceleró y se acercó directamente a ellos. Mentalmente repasó las frases que iba a decir, ya que, aunque su francés era bueno (un regalo del Nuevo Orden, hablaba o chapurreaba casi todas las lenguas de Europa) la fluidez era la mejor evidencia de que era extranjero.


         -Perdonen, ¿las taquillas de trayectos París-Holanda?

-Son éstas mismas. -contestó uno de ellos, seco.-


-Gracias al cielo. Vengo del sur, ¿saben? Voy a visitar a mi tía, que vive en Ámsterdam, pero es la primera vez que hago el trayecto solo, y claro, no conzco la ciudad apenas, menos las estaciones, y me pierdo. Además, vivo en un pueblo muy pequeñito y me agobio en seguida cuando vengo aquí, a París. -dijo el Viajero todo lo rápido que pudo, simulando estar apurado- Aunque siempre están ustedes en las estaciones, que me responden cuando pregunto. Llevo un rato dando vueltas y nadie se ha querido parar a darme indicaciones. Bueno, supongo que es la vida de la ciudad. -hizo una pausa y observó a los militares, que lo miraban sorprendido- Eso decía, que muchas gracias.


-Ya, ya, circule, por favor. Que aquí obstaculiza el paso. -dijo el mismo tipo que antes, incómodo-


-Sí, sí, claro. Disculpen.


      Siguió interpretando el papel perdido e hiperactivo hasta que llegó a la ventanilla y pagó el billete y luego, al marcharse saludó alegremente a los militares con la mano. Lo había conseguido. Era un truco que le habían enseñado de niño, en principio lo usaban para entrar en las discotecas sin la edad mínima, pero había funcionado. Era todo hablar primero y hacer olvidar al interlocutor cualquier control que tuviera que hacer.


      Con los nervios atenazándolo aún, tomó el metro y puso rumbo a su hostal, pero antes decidió tomar una cerveza en un bar cercano. El ambiente era sórdido. Parecía el último reducto parisino de la mala vida que el Ejército casi había eliminado. Alcóholicos, drogadictos y muertos de hambre se hacinaban en aquel tugurio. Pero aquella compañía era la mejor noticia, nadie se fijaría en él. Todos estaban demasiado sumergidos en la cerveza, el whisky, sus penas o en el viaje que habían comprado con la última dosis. Se acercó a la barra y consiguió sentarse en un taburete en el fondo del bar, desde donde lo veía todo.


      Pidió una cerveza y la bebió con tranquilidad, declinando todo ofrecimiento de cualquier novedad en drogas de síntesis, vetusta heroína o favores sexuales por dinero con el que pagar un chute más. No le molestó en absoluto. Tenía debilidad por la gente autodestructiva y aquel bar era el lugar más plagado de autodestructivos que había visto. Observó actitudes y charló a ratos con el camarero de nada en especial. La tristeza de la que se imbuía aquel lugar eran tan oscura como la goma negra con la que muchos se envenenaban las venas. Pero, como en todos los lugares oscuros, la luz parece más brillante.

      Quedaban un par de dedos de cerveza en su pinta cuando el Viajero estaba decidiendo si era hora de dormir o podía permitirse beber otra cerveza. En ese momento, mientras dilataba poco a poco la decisión final. La puerta del establecimiento se abrió dando paso a una chica de no más de dieciocho años. Era preciosa. Tenía el pelo castaño claro recogido en un moño y los rasgos finos, pero con algo viril que la hacía, indudablemente, mucho más atractiva. A pesar de esa belleza, lo que más llamó la atención del Viajero fueron los ojos de la chica. Eran de un azul muy intenso, o más bien de un color verdeazulado que no había visto nunca y que, por su rareza, le hicieron pensar en los suyos, rojizos.

     La muchacha se quedó clavada en la puerta con una expresión asustadiza, pero antes de que nadie, salvo el Viajero, se diera cuenta de que estaba allí, cambió su miedo en dureza y se dirigió a la barra con decisión, aparentando cinco años más que cuando había entrado. Pidió una cerveza y miró alrededor manteniendo a raya a los borrachos con miradas fulminantes. El Viajero quedó prendado de aquella chica. Había mucha dulzura en ella, pero oculta en algo salvaje. En general le recordó inevitablemente a un gato. Cuando le trajeron la cerveza se puso a hablar con el camarero, que a los pocos minutos se fue de su lado para atender y acabar junto al Viajero.


-Caray con la niña. -dijo el camarero-


-¿Qué ocurre con ella? -se interesó el joven-


-Que tiene un carácter de no te menees. Le he dicho que debería irse, que este no era lugar para ella… en fin, que yo sé lo que hay en este bar, pero no me gusta que venga gente tan joven. No es un buen ambiente. El caso es que le he propuesto que se fuera a otro sitio, o a casa, pero que no era lugar para ella. Y coge la tía y me contesta: “¿Tengo cara de princesa? ¿Eh? ¿Tengo cara de necesitar que cuiden de mí? Pues entonces déjame.”


-Sí, sí que tiene carácter.


-Ya ve, me he ido con el rabo entre las piernas. ¡Hay que
joderse!


-Voy a hablar con ella.


-Como quieras. Pero no llamo ambulancias. -dijo el camarero, riéndose a carcajadas-


      El Viajero le pidió otra pinta antes de irse y se acercó a ella. Se sentía estúpido. Muy estúpido, pero quería convencerla de que se fuera con él.


-Hola. ¿te apetece que te invite a algo en otro sitio?


-Hola, te puedes ir por donde has venido. No necesito caballeros andantes.


-Ya, ya me ha dicho el camarero que no eras una princesa. Pero el caso es que yo soy un dragón y me apetecía demostrarte que lo eres secuestrándote.


-¿Siempre dices lo mismo para ligar? -contestó la chica, esquiva.-


-Nada más lejos de mi intención, de hecho cuando intento ligar me convierto más bien en una especie de bardo. Toco música toda la noche, endulzo los oídos y al final duermo solo.


      El último chiste pasó la barrera y a la chica se le escapó una sonrisa.


-Bueno, a lo mejor estoy dispuesta a que me endulcen los oídos… en otro sitio. -contestó- Aunque seguirás durmiendo solo.


-Por mí perfecto, pero me gustaría saber tu nombre, para encajar mis versos.
La chica se cerró. Lo miró fijamente largo rato y los ojos rojos se cruzaron con los de color aguamarina de la chica.


-Me llamo Ceara. Ceara Hettfield. -contestó-


-¿Eres inglesa? -dijo el Viajero, en inglés-


-Sí, ¿tú también?


-No, irlandés en realidad.


-¿Y te llamas?


-Bueno, me llaman el Viajero. -cuando lo dijo algo brilló en los ojos de la chica-


-Ahm. Y, ¿a dónde viajas?


-A muchos sitios, llevo meses sin parar de viajar. Mañana me voy a Ámsterdam.


-Ya. -la chica hizo una pausa larga- ¿puedo ir contigo?


-Si no eres proscrita de la justicia ni nada por el estilo… Sí.


-¿En serio?


-¿Por qué no?


-Bueno, es que… -se volvió a detener, el papel que llevaba casi una hora interpretando se desvanecía- Me he escapado. De mi colegio. Pero no soy una niña, ¿entendido? Estoy terminando, al año que viene ya iría a la Universidad. Estudio aquí, pero estoy harta. Mis padres me han tenido interna desde que era pequeña, pero se acabó. Me han dicho que no puedo volver a casa. Y si no es en casa pues me voy.


-¿Eres mayor de edad?


-¿Te importa?


-A mí no, pero me puedo buscar un follón.


-No soy mayor de edad aún. Pero lo seré en dos meses. ¿Puedes sobrellevar ese riesgo?


      Lo cierto era que no. Si sus padres denunciaban que estaba desaparecida, podían buscarla y dar con él. Pero al hablar con ella se dio cuenta de que la necesitaba. No porque fuera preciosa, ni atractiva. Necesitaba un compañero de viaje y ella era ideal. Irónica, ácida. Decidió. Y como siempre que decide el amor, se elige el riesgo.


-Puedo sobrellevarlo. Pero preferiría hablar de esto en un lugar con menos oídos.


      Ceara accedió a la petición del Viajero y tras decidir brevemente se encaminaron a la habitación del hostal del joven, previo aviso de la chica para evitar malentendidos. Mientras caminaban hablaron de cosas sin importancia, Ceara respetaba el silencio que se imponía para seguir hablando de su reciente asociación como compañeros de travesía. El Viajero lo agradecía y disfrutaba de la conversación echando convenientemente leña al ingenio de ambos, lo que mantuvo la conversación viva y animada.


      Sólo reparó en lo que había ocurrido cuando se hizo el silencio al entrar en el hostal. Mientras acompañaba a Ceara por la escalera retorcida como en un sueño, el Viajero se dio cuenta de que llevaba meses sin hablar tanto con nadie que no fuera en una entrevista, y que, después de tanto sigilo y clandestinidad, iba a viajar con una muchacha a la que conocía de apenas unos minutos. Ante este razonamiento y el miedo que generó, el corazón del Viajero reaccionó noqueando a su parte racional. Algo dentro de él mismo le empujaba a tender su mano a Ceara y llevarla con él en su viaje.


      Pasaron casi toda la noche hablando, aunque ambos se ocultaron sus vidas pasadas, creando un consenso sin palabras, un consenso por el cual iban a crear una vida y un mundo nuevos para ser compañeros de viaje. El Viajero le contó que buscaba Love & Hate Rhapsody e intentó describir la importancia que tenía para él, aunque no dijo por qué lo buscaba directamente. Ella por su parte se limitó a escuchar y a hablar cuando la conversación se escabullía de la vida de ambos y del viaje, y se obligó, empujando consigo al Viajero a ignorar lo que fuera a pasar al día siguiente.



      Cuando el sol se abrió paso en el horizonte, los dos compañeros llegaban a la estación de ferrocarril y se acomodaban juntos en un vagón. El halo mágico de aquel lugar se anidó en sus corazones, y se convirtió en el lugar común en el que de ahí en adelante escribirían cada compás de sus vidas .

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