Las
calles estaban perladas de lluvia y dotaban a la ciudad de un halo
fantasmagórico y encantador. La gente comenzaba a salir a los
restaurantes, bares, cines y teatros. La ciudad se llenaba de color y
sonrisas. Como una nota discordante en una armonía escrita con
genialidad, el Viajero paseaba por las calles, empapándose del
ambiente de la ciudad de la que había quedado prendado de niño.
Había llegado unas horas
atrás y ya había conseguido vender el coche. Ver de nuevo
suficiente dinero en sus bolsillos había compensado la desazón por
la pérdida del vehículo. Después había tomado un café y desde
entonces había estado paseando por sus lugares favoritos de París.
Fue a Montmartre en cuanto pudo y buscó un hostal para pasar allí
la noche, ya que era su barrio favorito. Inconscientemente sus pasos
le fueron llevando al último sitio que había visitado al llegar a
París en el viaje de ida, cuando llegó al continente; un bar en una
calle estrecha y tranquila. Miró a través del ventanal, el ambiente
era el mismo, pero no localizó al chico del pelo rojo con el que
había estado la última vez. Tuvo que contener las ganas de entrar y
tomar una cerveza, pero pensó que al dueño no le haría gracia ver
a alguien que hacía pocos meses se había peleado allí.
Siguió caminando y se
acercó a la estación de París Norte, quería salir cuanto antes a
Ámsterdam, Bruselas o cualquier sitio desde el que llegar a
Vlissingen y de allí a Syrencall. Llegó a la estación divisando
desde la distancia su puerta principal. Le entusiasmaba lo
ferroviario, de forma que de algún modo, sintió una pasión
infantil hacia aquella estación. Cuando había estado en París,
unos meses atrás, apenas había visitado alguna biblioteca, y de
niño sólo había estado en la estación de Saint-Lazare, que había
rememorado en muchas ocasiones en cuadros impresionistas.
Atravesó
las puertas cruzándose con otros que, cómo él, eran viajeros.
Algunos lo hacían por ocio, por descanso. No faltaban trabajadores
apurados que salían o entraban cansados y con ganas de llegar a sus
casas. Pero esparcidos por los bancos y los recobecos de la estación
se repartían otros viajeros, que viajaban por el hecho de viajar.
Otros que como él viajaban solos en compañía de sus pensamientos y
objetivos.
Cruzó los pasillos hasta
llegar a un panel en el que decía “Hollande”. Encontró en él
un tren que salía de madrugada hacia Ámsterdam. Ese era perfecto.
Giró la cabeza hasta localizar las taquillas y caminó hasta ellas,
fijándose en la gente a su paso. No sabía si era una especie de
obsesión o sencillamente curiosidad, pero siempre se detenía en los
rostros de la gente a su alrededor, analizaba narices, ojos, bocas,
expresiones. La mayoría revelaban una gran concentración en
localizar las dependencias que buscaban. Otros corrían o aceleraban
el paso, con un terror tenue en el rostro. Sólo algunos estaban
completamente relajados y paseaban por la estación, disfrutando de
su ambiente como otros disfrutarían el de un parque.
Al
acercarse a la taquilla, vio a una pareja de militares pidiendo la
documentación a los que se acercaban a la cola. No podía evitarlos.
No era fácil viajar lejos de casa sin permiso expreso. Él tenía
uno que le habían facilitado en la Universidad, un permiso de
investigación. No obstante, no sabía hasta qué punto las
autoridades eran conscientes de su viaje, no había llamado la
atención y sólo dos personas sabían lo que buscaba. Una de ellas
era Payré, el anciano le había inspirado mucha confianza. La otra
estaba muy lejos de allí. Y no lo delataría jamás, tenía tanta
importancia para él como para el Viajero encontrar el libro y
consumar su venganza.
Cuando vio a los militares
apostados tras una columna ya era demasiado tarde para dar la vuelta.
Así que no tuvo más remedio que ser más rápido. Aceleró y se
acercó directamente a ellos. Mentalmente repasó las frases que iba
a decir, ya que, aunque su francés era bueno (un regalo del Nuevo
Orden, hablaba o chapurreaba casi todas las lenguas de Europa) la
fluidez era la mejor evidencia de que era extranjero.
-Perdonen, ¿las taquillas de trayectos París-Holanda?
-Perdonen, ¿las taquillas de trayectos París-Holanda?
-Son éstas mismas.
-contestó uno de ellos, seco.-
-Gracias al cielo. Vengo del
sur, ¿saben? Voy a visitar a mi tía, que vive en Ámsterdam, pero
es la primera vez que hago el trayecto solo, y claro, no conzco la
ciudad apenas, menos las estaciones, y me pierdo. Además, vivo en un
pueblo muy pequeñito y me agobio en seguida cuando vengo aquí, a
París. -dijo el Viajero todo lo rápido que pudo, simulando estar
apurado- Aunque siempre están ustedes en las estaciones, que me
responden cuando pregunto. Llevo un rato dando vueltas y nadie se ha
querido parar a darme indicaciones. Bueno, supongo que es la vida de
la ciudad. -hizo una pausa y observó a los militares, que lo miraban
sorprendido- Eso decía, que muchas gracias.
-Ya, ya, circule, por favor.
Que aquí obstaculiza el paso. -dijo el mismo tipo que antes,
incómodo-
-Sí, sí, claro. Disculpen.
Siguió interpretando el
papel perdido e hiperactivo hasta que llegó a la ventanilla y pagó
el billete y luego, al marcharse saludó alegremente a los militares
con la mano. Lo había conseguido. Era un truco que le habían
enseñado de niño, en principio lo usaban para entrar en las
discotecas sin la edad mínima, pero había funcionado. Era todo
hablar primero y hacer olvidar al interlocutor cualquier control que
tuviera que hacer.
Con
los nervios atenazándolo aún, tomó el metro y puso rumbo a su
hostal, pero antes decidió tomar una cerveza en un bar cercano. El
ambiente era sórdido. Parecía el último reducto parisino de la
mala vida que el Ejército casi había eliminado. Alcóholicos,
drogadictos y muertos de hambre se hacinaban en aquel tugurio. Pero
aquella compañía era la mejor noticia, nadie se fijaría en él.
Todos estaban demasiado sumergidos en la cerveza, el whisky, sus
penas o en el viaje que habían comprado con la última dosis. Se
acercó a la barra y consiguió sentarse en un taburete en el fondo
del bar, desde donde lo veía todo.
Pidió una cerveza y la
bebió con tranquilidad, declinando todo ofrecimiento de cualquier
novedad en drogas de síntesis, vetusta heroína o favores sexuales
por dinero con el que pagar un chute más. No le molestó en
absoluto. Tenía debilidad por la gente autodestructiva y aquel bar
era el lugar más plagado de autodestructivos que había visto.
Observó actitudes y charló a ratos con el camarero de nada en
especial. La tristeza de la que se imbuía aquel lugar eran tan
oscura como la goma negra con la que muchos se envenenaban las venas.
Pero, como en todos los lugares oscuros, la luz parece más
brillante.
Quedaban un par de dedos de
cerveza en su pinta cuando el Viajero estaba decidiendo si era hora
de dormir o podía permitirse beber otra cerveza. En ese momento,
mientras dilataba poco a poco la decisión final. La puerta del
establecimiento se abrió dando paso a una chica de no más de
dieciocho años. Era preciosa. Tenía el pelo castaño claro recogido
en un moño y los rasgos finos, pero con algo viril que la hacía,
indudablemente, mucho más atractiva. A pesar de esa belleza, lo que
más llamó la atención del Viajero fueron los ojos de la chica.
Eran de un azul muy intenso, o más bien de un color verdeazulado que
no había visto nunca y que, por su rareza, le hicieron pensar en los
suyos, rojizos.
La
muchacha se quedó clavada en la puerta con una expresión
asustadiza, pero antes de que nadie, salvo el Viajero, se diera
cuenta de que estaba allí, cambió su miedo en dureza y se dirigió
a la barra con decisión, aparentando cinco años más que cuando
había entrado. Pidió una cerveza y miró alrededor manteniendo a
raya a los borrachos con miradas fulminantes. El Viajero quedó
prendado de aquella chica. Había mucha dulzura en ella, pero oculta
en algo salvaje. En general le recordó inevitablemente a un gato.
Cuando le trajeron la cerveza se puso a hablar con el camarero, que a
los pocos minutos se fue de su lado para atender y acabar junto al
Viajero.
-Caray con la niña. -dijo
el camarero-
-¿Qué ocurre con ella? -se
interesó el joven-
-Que tiene un carácter de
no te menees. Le he dicho que debería irse, que este no era lugar
para ella… en fin, que yo sé lo que hay en este bar, pero no me
gusta que venga gente tan joven. No es un buen ambiente. El caso es
que le he propuesto que se fuera a otro sitio, o a casa, pero que no
era lugar para ella. Y coge la tía y me contesta: “¿Tengo cara de
princesa? ¿Eh? ¿Tengo cara de necesitar que cuiden de mí? Pues
entonces déjame.”
-Sí, sí que tiene
carácter.
-Ya ve, me he ido con el
rabo entre las piernas. ¡Hay que
joderse!
-Voy a hablar con ella.
-Como quieras. Pero no llamo
ambulancias. -dijo el camarero, riéndose a carcajadas-
El
Viajero le pidió otra pinta antes de irse y se acercó a ella. Se
sentía estúpido. Muy estúpido, pero quería convencerla de que se
fuera con él.
-Hola. ¿te apetece que te
invite a algo en otro sitio?
-Hola, te puedes ir por
donde has venido. No necesito caballeros andantes.
-Ya, ya me ha dicho el
camarero que no eras una princesa. Pero el caso es que yo soy un
dragón y me apetecía demostrarte que lo eres secuestrándote.
-¿Siempre dices lo mismo
para ligar? -contestó la chica, esquiva.-
-Nada más lejos de mi
intención, de hecho cuando intento ligar me convierto más bien en
una especie de bardo. Toco música toda la noche, endulzo los oídos
y al final duermo solo.
El
último chiste pasó la barrera y a la chica se le escapó una
sonrisa.
-Bueno, a lo mejor estoy
dispuesta a que me endulcen los oídos… en otro sitio. -contestó-
Aunque seguirás durmiendo solo.
-Por mí perfecto, pero me
gustaría saber tu nombre, para encajar mis versos.
La chica se cerró. Lo miró
fijamente largo rato y los ojos rojos se cruzaron con los de color
aguamarina de la chica.
-Me llamo Ceara. Ceara
Hettfield. -contestó-
-¿Eres inglesa? -dijo el
Viajero, en inglés-
-Sí, ¿tú también?
-No, irlandés en realidad.
-¿Y te llamas?
-Bueno, me llaman el
Viajero. -cuando lo dijo algo brilló en los ojos de la chica-
-Ahm. Y, ¿a dónde viajas?
-A muchos sitios, llevo
meses sin parar de viajar. Mañana me voy a Ámsterdam.
-Ya. -la chica hizo una
pausa larga- ¿puedo ir contigo?
-Si no eres proscrita de la
justicia ni nada por el estilo… Sí.
-¿En serio?
-¿Por qué no?
-Bueno, es que… -se volvió
a detener, el papel que llevaba casi una hora interpretando se
desvanecía- Me he escapado. De mi colegio. Pero no soy una niña,
¿entendido? Estoy terminando, al año que viene ya iría a la
Universidad. Estudio aquí, pero estoy harta. Mis padres me han
tenido interna desde que era pequeña, pero se acabó. Me han dicho
que no puedo volver a casa. Y si no es en casa pues me voy.
-¿Eres mayor de edad?
-¿Te importa?
-A mí no, pero me puedo
buscar un follón.
-No soy mayor de edad aún.
Pero lo seré en dos meses. ¿Puedes sobrellevar ese riesgo?
Lo
cierto era que no. Si sus padres denunciaban que estaba desaparecida,
podían buscarla y dar con él. Pero al hablar con ella se dio cuenta
de que la necesitaba. No porque fuera preciosa, ni atractiva.
Necesitaba un compañero de viaje y ella era ideal. Irónica, ácida.
Decidió. Y como siempre que decide el amor, se elige el riesgo.
-Puedo sobrellevarlo. Pero
preferiría hablar de esto en un lugar con menos oídos.
Ceara accedió a la petición
del Viajero y tras decidir brevemente se encaminaron a la habitación
del hostal del joven, previo aviso de la chica para evitar
malentendidos. Mientras caminaban hablaron de cosas sin importancia,
Ceara respetaba el silencio que se imponía para seguir hablando de
su reciente asociación como compañeros de travesía. El Viajero lo
agradecía y disfrutaba de la conversación echando convenientemente
leña al ingenio de ambos, lo que mantuvo la conversación viva y
animada.
Sólo reparó en lo que
había ocurrido cuando se hizo el silencio al entrar en el hostal.
Mientras acompañaba a Ceara por la escalera retorcida como en un
sueño, el Viajero se dio cuenta de que llevaba meses sin hablar
tanto con nadie que no fuera en una entrevista, y que, después de
tanto sigilo y clandestinidad, iba a viajar con una muchacha a la que
conocía de apenas unos minutos. Ante este razonamiento y el miedo
que generó, el corazón del Viajero reaccionó noqueando a su parte
racional. Algo dentro de él mismo le empujaba a tender su mano a
Ceara y llevarla con él en su viaje.
Pasaron casi toda la noche
hablando, aunque ambos se ocultaron sus vidas pasadas, creando un
consenso sin palabras, un consenso por el cual iban a crear una vida
y un mundo nuevos para ser compañeros de viaje. El Viajero le contó
que buscaba Love & Hate Rhapsody e intentó describir la
importancia que tenía para él, aunque no dijo por qué lo buscaba
directamente. Ella por su parte se limitó a escuchar y a hablar
cuando la conversación se escabullía de la vida de ambos y del
viaje, y se obligó, empujando consigo al Viajero a ignorar lo que
fuera a pasar al día siguiente.
Cuando el sol se abrió paso
en el horizonte, los dos compañeros llegaban a la estación de
ferrocarril y se acomodaban juntos en un vagón. El halo mágico de
aquel lugar se anidó en sus corazones, y se convirtió en el lugar
común en el que de ahí en adelante escribirían cada compás de sus
vidas .
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