viernes, 4 de octubre de 2013

Love & Hate Rhapsody: Capítulo I

El viento agitaba los copos de nieve que caían sin parar. La tormenta había interpretado un prolongado crescendo y ahora era imposible oír nada que no fuera el sonido del viento. Algunos gritos y golpes de la aldea cercana se filtraban y formaban un staccato en la melodía que el tiempo se empeñaba en componer.  
 En medio de aquel concierto improvisado por los elementos, un hombre caminaba envuelto en una gabardina. Llevaba viajando varios meses, y allí por donde había pisado se le conocía como el Viajero. Nadie sabía su verdadero nombre, ni tampoco de dónde venía o a dónde iba. Sencillamente viajaba por Europa, pasaba una o dos noches en algún pueblo pequeño y marchaba al día siguiente. Siempre preguntando por un libro. El Viajero había dejado su coche y la comodidad que suponía viajar en él en un pueblo al pie de aquella montaña alpina, quería llegar al pueblo de la montaña y no se podía ir en coche. La tormenta había aparecido a mitad del ascenso, complicando el viaje del Viajero.  El frío empezaba a apoderarse de los huesos del Viajero cuando   llegó a lo alto de una loma y vio por fin el poblado. Era una pequeña aldea rodeada por un muro que hacía las veces de muralla, pero que no tenía más de 3 metros de altura. En el interior de aquel muro, un puñado decasas de piedra se arrejuntaban tratando de dejar poco espacio para la nieve y el viento.  

 Al Viajero no le constó mucho bajar los pocos metros que quedaban hasta llegar a la puerta del muro. Golpeó con el puño la puerta de madera y se encogió dentro de la gabardina. Un ventanuco se abrió en la puerta y la voz del cancerbero salió de su interior.  

− ¿Quién va? -dijo el guardián- 
− No soy habitante de este pueblo. Vengo de viaje. - contestó el 
Viajero- 
− ¿Un visitante? ¿En medio de una tormenta?  
− La tormenta me pilló ascendiendo la montaña. Partí de Pont 
D'Arcrai esta mañana. 
− Pase hombre, pase. Tampoco lo voy a abandonar a voluntad de 
los elementos. 
  
 Con un crujido la puerta se abrió lo suficiente para que el Viajero pasara, ni un centímetro más. Al pasar la temperatura era mucho mejor. Junto a la puerta y en la garita de piedra, ardía un brasero, al igual que en muchos puntos de las calles del pueblo.   

− Si sigue esa calle llegará a la plaza central. En la taberna tienen 
camas. 
− Muchas gracias. 
− ¿Qué le trae por aquí en pleno invierno? - inquirió el portero, 
mirando acusadoramente al Viajero- 
− Soy historiador, estoy realizando mi tesis y quería 
entrevistarme con el señor Payré. 
− Humm... Bueno, debería en cualquier caso esperar a mañana, 
nadie le abrirá con esta tormenta. Espero que no provoque 
problemas. El tabernero le vigilará por mi. 
− Descuide. Buenas noches.  

 El Viajero atravesó las calles nevadas del pueblo. Al recorrer la aldea, se percató de que, sustituyendo las casas circulares por otras de planta cuadrada, la distribución del pueblo era semejante a la de un castro celta. Probablemente ese pueblo llevara en el mismo lugar desde hacía dos mil años. Como historiador (porque el Viajero realmente lo era) se sentía a gusto en esos espacios que olían a viejo, le gustaba tocar esas piedras que tantas manos tocaron antes que él. 

 A pesar del frío y la nieve, el Viajero disfrutó del paseo hasta la plaza. Ésta era en realidad un espacio amplio entre varias casas, en cuyas plantas bajas abrían los principales comercios de la aldea. La panadería estaba en el mismo edificio que la taberna, el edificio más grande del pueblo. En el otro extremo, se ubicaban una carnicería y una verdulería. En el centro de la plaza había un gran pozo, rodeado por seis o siete braseros, que hacían que la temperatura en la plaza fuera casi agradable en comparación con el resto del pueblo. Desde la esquina opuesta el Viajero oteó la taberna y miró el interior. No había mucho movimiento. El tabernero y un muchacho estaban detrás de la barra limpiando botellas, en una mesa charlaban una decena de personas y al fondo varios individuos comían solos.   

 El ambiente no le pareció demasiado hostil, y el Viajero atravesó la plaza hasta la puerta y cruzó el umbral. Al verlo, el tabernero dio la botella que tenía entre manos a su ayudante y se acercó al extremo de la barra más cercano a la puerta, el Viajero se acercó también.

− Buenas noches. Cama y cena, imagino. - dijo el tabernero- 
− Imagina bien. - contestó el Viajero- 
− Muy bien. Serán 10 dequas de la habitación cada noche que 
esté aquí. Las comidas se pagan en el momento. La cena y la 
comida cuestan 3 y el desayuno 2. Si tiene alguna preferencia 
para la habitación...  
− Sólo una cama, no requiero más. Aunque me gustaría que no 
fuera demasiado fría. Ya he tenido frío para unos cuantos días 
hoy. 
− Tengo una habitación interior que guarda muy bien la 
temperatura, pero no tiene ventanas. Si no le importa, le dejo 
esa. 
− Por mí perfecto. - contestó el Viajero con una sonrisa- 
− Siéntese en una mesa, en un momento le llevaremos la cena.  

 El Viajero se sentó en la mesa que más le gustó y sacó un atillo de papeles de su macuto. Sacó algunos y los puso sobre la mesa. Sacó un lápiz de la gabardina y tomó uno de los papeles; un mapa ajado. Lo extendió en la mesa y trazó una línea con el lápiz entre Pont D'Arcrai y el lugar en el que estaba la aldea, que no aparecía como tal en el mapa. Estaba muy cansado. Decidió que mañana ya escribiría en su diario de viaje el ascenso a la aldea. Ahora quería descansar. Guardó los papeles y esperó a que llegara la cena. Al mirar por la ventana, su reflejo le devolvió una imagen muy distinta a la que tenía cuando salió de casa. El pelo le había crecido bastante y ahora formaba una pequeña melena enmarañada de pelo oscuro. Le había crecido barba de tres días (tampoco tenía pelo para más) y estaba ojeroso. La verdad es que estaba bastante desmejorado, pero a la vez tenía un aspecto feroz que no le vendría mal. Además, por suerte, su nuevo aspecto hacía pasar deapercibidos sus ojos. Desde pequeño a todo el mundo le fascinaban sus ojos. A primera vista parecían pardos, unos ojos como tantos otros, pero cuando reflejaban la luz revelaban un extraño matiz carmesí. Sus ojos rojizos no eran una buena baza cuando se quería pasar deapercibido.  
 Siguió mirando su reflejo, se apartó el pelo de la cara y se frotó la barba. Así no lo reconocería nadie. Mirando su reflejo estaba el Viajero cuando el ayudante del tabernero salió de la barra con una bandeja.   

− Aquí tiene. -dijo el muchacho- Sopa de cebolla y guiso de carne, 
caballero. 
− Muchas gracias, ¿qué carne? -preguntó el Viajero removiendo 
la sopa con la cuchara- 
− Ciervo, señor. 
− Muchas gracias.  

 Antes de emprender su travesía, el Viajero había sido vegetariano, algo que había tenido que abandonar al ponerse en camino, pero aún le sentaba mal comer carne roja, así que empezó a comer la sopa y devoró las patatas y verduras que acompañaban al ciervo. Cuando terminó pidió un té y al terminarlo pagó la cuenta y subió a su habitación. No se lo pensó dos veces, se cambió y se metió en la cama. Estaba cansado y necesitaría levantarse temprano al día siguiente y había decidido dejar la redacción de su diario de viaje para el día siguiente.   

 Dejó que la melodía del sueño acariciara sus oídos con la imagen del libro que buscaba rondando sus sueños. No muy lejos de allí, una joven de 17 años escapaba de un santorio y, siendo ya libre, se dispuso a huir, a viajar hasta allá donde pudiese.  

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