Unas tenues notas de luz
empezaban a inundar la montaña a través de las nubes que el día
anterior habían sido la única imagen del cielo en aquel rincón de
los Alpes. El día empezaba con suavidad la melodía de aquel día,
con el Viajero como espectador privilegiado desde el bar de aquella
aldea.
Desde que había
empezado su aventura, unos meses atrás, le había cogido gusto a
madrugar y habitualmente se despertaba unos minutos antes que el sol,
aprovechando para verlo aparecer en el horizonte, y hacer una especie
de ritual en el que volvía a jurar su compromiso con la misión
que había asumido. Hoy
disfrutaba de los primeros compases del día tomando el desayuno con
tranquilidad. No era el mejor desayuno que había tomado, pero no
necesitaba más que eso. El pan estaba duro y el queso que lo
acompañaba era demasiado fuerte para su gusto, pero el café le
gustaba. Era denso como el petróleo y podría haber levantado a un
muerto.
El Viajero se tomaba
aquella mañana con calma, el reloj de pared confirmaba que aún
quedaban unos minutos para las siete y media, y tendría que esperar
aún una hora más hasta que fuera educado hacer una visita a Jean
Payré. Un nombre más. Había perdido la cuenta de cuántas personas
había visitado ya, siempre para encontrar una pista más, para
llegar a otra entrevista y no tener un resultado real. Esto no le
desilusionaba, siempre había sabido que la búsqueda no sería
fácil.
Apuró el pan y dejó el
café para irlo tomando poco a poco, hizo espacio en la mesa y
extendió el cuaderno, el mapa y unas hojas que había bajado consigo
de la habitación. Repasó las notas que había escrito la noche anterior. "Jean
Payré". Apenas sabía nada de aquel hombre. Había viajado
desde la costa de Normandía hasta los Alpes para ver a un profesor
de Historia retirado. Como otros hombres antes, no sabía dónde
estaba el libro, pero había oído hablar de él, al igual que el
Viajero, y creía que Payré sabría algo más. Por lo que le había
dicho aquel profesor de Historia, lo único que sabía de Payré es
que sabía cosas de la historia del viejo continente que nadie más
sabía. El profesor lo había averiguado conversando con él en un
café de Pont d'Arcrai. Eso y nada eran casi lo mismo. No tenía
ninguna seguridad de lo que podía obtener de Payré. Pero la duda no
podía ser un impedimento.
El Viajero terminó de
describir su travesía del día anterior en su diario de viaje y
acabó el café. Se acercó a la barra, tras la cual dormitaba el
tabernero y pagó el desayuno. Recogió las cosas de su cuarto y
salió a la calle.
Hacía frío, pero no
tanto como la noche anterior, tormenta de nieve mediante. Así que
paseó por las calles mojadas y buscó la casa en la que vivía
Payré. Cuando la encontró pudo entrever por las cortinas que había
movimiento en la casa, pero aún no era la hora, y decidió disfrutar
de aquel pueblo congelado en el tiempo como un acorde mantenido en el
piano. Para alguien que admiraba el pasado, pasear entre las casas de
piedra era una maravilla. En algunas casas quedaban restos desde
hacía siglos, unas piedras, un blasón.
Admirando la historia
escrita en la piedra, pasó el tiempo y el Viajero decidió que era
el momento de ir a ver al señor Payré. Como cada vez que se
acercaba a una nueva entrevista, un profundo temor le invadía. Y
éste era un temor doble. Temía que la información que obtuviera no
fuera suficiente o fuera errónea o repetida. Pero sobre éste se
alzaba un temor más grande. La naturaleza de su búsqueda era
clandestina, un paso en falso podía dar con sus huesos en prisión,
y según los datos que obtuvieran los militares al detenerlo, podía
acabar con una ejecución por sedición y conspiración contra el
sistema. Cada paso era un riesgo, y debía tejer su aventura con
cuidado, con mucho cuidado.
Los dos temores le
detuvieron unos segundos frente a la puerta de la casa de Jean Payré
antes de golpearla dos veces. Espero hasta que sonó un pestillo
corriéndose y tras la hoja de gruesa madera apareció un anciano de
baja estatura. Sus ojos le miraron tras unas amplias gafas cuadradas,
que eran lo más grande en una cara bondadosa de rasgos finos. A
pesar de la apariencia débil de su cuerpo, sus ojos mantenían la
viveza de la juventud y reflejaban una mente que había trabajado y
trabajaba mucho. Vestía pulcra y cuidadosamente una camisa azul
oscuro con un chaleco de lana gris sobre ella.
− Buenos días, ¿qué desea? -preguntó Payré-
−
¿Es usted monsieur Payré? -dijo el Viajero-
−
Así es. ¿Qué desea? -dijo Payré, con una amabilidad que relajaba
al Viajero-
−
Soy historiador, estoy realizando una investigación para la cual me
entrevisté ayer con el profesor Touré en Pont d'Arcrai. Me dijo que
usted podría responder a algunas de mis preguntas.
−
Por supuesto, por supuesto, joven, pase y siéntese. -ofreció Payré
y se echó a un lado para dejar pasar al Viajero- Por ahí.
Siguiendo las
indicaciones del anciano, el Viajero llegó al salón que había
visto desde la ventana. Se sentó en un sofá a la indicación del
señor Payré.
− Si gusta, puedo ofrecerle café o té. Creo que es muy pronto
para un coñac o una copa de vino. Sí, sin duda es muy temprano.
-dijo el anciano respondiéndose a sí mismo.
−
Un café estará bien, gracias.
−
Iré a prepararlo todo, deje su abrigo en aquel perchero y póngase
cómodo. Volveré en unos minutos.
El Viajero hizo lo que
le pidió el señor Payré y volvió a sentarse en el sofá. Sin
levantarse para no parecer indiscreto, observó la estancia en la que
se hallaban. Era un salón sencillo. En la pared frente a la puerta
había una chimenea en la que ardían unas ascuas, en torno al fuego
se desplegaba una mesa de centro y un par de sofás. Junto a la
ventana el señor Payré había colocado una mesa, que a juzgar por
el despliegue de papeles, era utilizada como escritorio. En la pared
opuesta a la ventana colgaban una infinidad de fotografías. Casi
parecía una colección sobre la historia de la fotografía. Había
retratos de estudio en blanco y negro, con la nitidez metálica de
las fotos de principios del siglo XX, fotos borrosas con y sin color,
estampas con colores lechosos y fotografías de hacía pocos años.
El resto de los espacios los ocupaban librerías hasta el techo con
un número asombroso de ejemplares. El señor Payré tenía de todo
en aquella biblioteca; enormes tomos de enciclopedias, diccionarios,
atlas y manuales, colecciones de novelas, libros nuevos, libros tan
viejos que parecía que se fueran a evaporar si alguien los tocaba.
Era mucho más que la pequeña biblioteca de un anciano que vivía en
una aldea sin nombre.
La cafetera comenzó a
chillar en algún rincón de la casa y el Viajero se sentó recto,
esperando a que llegara su anfitrión. Al poco tiempo entró el señor
Payré llevando una bandeja con una cafetera, una lechera y dos tazas
toscas de loza.
− Espero que el café sea de su gusto -dijo mientras colocaba la
bandeja sobre la mesa de centro- Aquí en la montaña lo preparamos
muy cargado.
−
Es como me gusta el café, gracias.
Jean Payré sirvió el
café y bebió unos sorbos. Después, apoyó la taza sobre la mesa y
clavó sus ojos grises en los del Viajero.
− Bueno, cuénteme qué desea saber. -dijo sin apartar la mirada-
−
Estoy llevando a cabo una investigación en torno a la historia de
Europa, y cómo en ocasiones la Historia cambia por los mismos
actores, quiero decir, la ambición de los poderosos, la fuerza de
los pueblos, las motivaciones filantrópicas o comerciales, etcétera.
−
Muy inteligente, muy inteligente. Sí, desde luego, hacer unas
"normas" de la Historia, si me permite ese apelativo.
−
Sí, muy bien escogido. El caso es que mi investigación me ha
acabado llevando a datos un poco más profundos. Encontré varias
fuentes en las que se citaba a los alquimistas como parte del cambio
de la Historia en el continente.
Esa era una de las
claves de su búsqueda. Sabía que los alquimistas tenían mucho que
ver con el libro que buscaba. Los alquimistas existían desde que el
mundo es mundo, al principio (eso lo sabía cualquier investigador)
cualquier científico era un alquimista. Después se fueron
especializando. Ahora se dedicaban a algo muy concreto, nadie fuera
de ellos mismos sabía muy bien cómo, pero cambiaban la estructura
de las cosas. Podían fabricar mesas de madera a las que no las
afectaba la humedad, o que tuvieran la dureza del acero. Vasos que no
se rompían, rifles con precisión milimétrica. Él mismo había
adquirido una pistola modificada alquímicamente antes de salir de su
casa.
− He oído hablar de eso muchas veces. -contestó el señor Payré-
Hoy sé que tienen mucho que ver con la Historia de Europa, pero no
he encontrado fuentes claras que digan exactamente cómo, o que cite
algún nombre de alquimistas concretos. Además de los que ya se
conocen, Galileo, Newton, Aristóteles... pero ninguno de ellos tiene
una implicación documentada con ningún cambio histórico.
−
Imaginé que no encontraría más datos, pero si encontré una cita a
un libro, de él se decía que tenía "el conocimiento para
romper las cadenas y desatar un nuevo mundo". -mencionó el
Viajero- Se mencionaba que todo esto, los alquimistas como pulso de
la historia, se explicaba en esa obra. Pero no se citaba el título.
No sé si usted sabrá de qué libro hablan.
Payré se calló y miró
al Viajero intensamente. Si la mirada del anciano no hubiera tenido
que competir con la determinación que se hallaba tras la del joven,
habría roto cualquier barrera.
− Tiene unos ojos muy extraños. -comentó Payré- ¿Son siempre
rojos?
−
Creo que no es exactamente rojo. Más bien un pardo rojizo. Pero sí,
son siempre así. Aunque eso no contesta a mi pregunta.
−
Es cierto, es cierto. No he contestado a la pregunta, está claro que
no he contestado, no. -dijo Payré- Aunque me permitirá que en
virtud a mis derechos de anfitrión, le pida que me diga qué es lo
que busca y quién es.
−
Ya le he dicho, que estoy elaborando una historia, unas normas de la
historia que...
−
Los dos sabemos que eso no es cierto. O no es cierto o es un
investigador tan minucioso que busca información en libros que no
tienen que ver con lo que quiere.
El Viajero lo miró
intensamente. Llevaba varios meses viajando, conociendo a mucha gente
y entrevistándose con parte de las mentes más lúcidas y sabias.
Jamás a nadie le había resultado tan evidente que su coartada no
era cierta. El miedo cayó sobre su pecho como si le hubieran hecho
despertar pinchándole con un alfiler en la yema de los dedos. Un
escalofrío se deslizó por su espina dorsal como una víbora.
− Conteste, por favor. -insistió el señor Payré-
−
Me llaman el Viajero. Mi verdadero nombre no importa. -comenzó el
joven de los ojos rojos- Llevo meses buscando ese libro, llevo meses
intentando encontrar una forma para acabar
con
el sistema en el que vivimos.
El Viajero respiró
rápidamente. El pulso se le había acelerado, y el miedo que sentía
se había agazapado como una fiera amenazada, escondiéndose en su
garganta. Levantó la mirada y la cruzó con la del anciano que le
miraba benevolente. El miedo había borrado la dureza del rostro del
Viajero, y de pronto volvió a ser el joven que era, mirando como un
niño que no comprende lo que ocurre, pero que sabe que no es bueno.
El anciano francés miro
al hombre que estaba sentado junto a él, y que ahora parecía tan
indefenso como minutos antes lo pareciera el mundo a su alrededor.
Payré suspiró y miró al Viajero.
− No te preocupes. No te voy a delatar. -empezó Payré- Reconozco
que antes del levantamiento, el mundo se había convertido en una
cloaca del esplendor de otros tiempos, en una oda a la decadencia.
Reconozco, joven amigo, que ahora la vida es más tranquila, y por lo
menos la mayoría tenemos que llevarnos a la boca y podemos salir al
mundo sin miedo a morir apuñalados. Todo eso es cierto. Pero también
soy viejo, mucho más de lo que me gustaría, ya lo creo. Y recuerdo,
como todos los viejos, cuando alcances cierta edad te darás cuenta
de que llega un momento en que lo único que te queda son recuerdos.
Entre esos recuerdos, llega a mi memoria el tiempo en que los hombres
y mujeres del mundo éramos dueños de nuestros destinos.
El Viajero miró a
Payré. Había rejuvenecido unos años con el discurso y ahora tenía
un aire terrible que intimidaba. El Viajero supo que decía la
verdad, que le iba a ayudar, y pasarían muchos meses hasta que
encontrara a alguien en quien confiara tanto como en Payré.
− ¡Oh! ¡El libro! -dijo Payré, casi chillando- Creo que sé que
es lo que buscas. El libro se llama Love & Hate Rhapsody . No sé
exactamente que es lo que contiene, y creo que nadie lo sabe. Tampoco
sé con certeza dónde se encuentra, pero si está en algún sitio
debes ir a la Gran Biblioteca.
−
¿La Gran Biblioteca? -repitió el Viajero, con un brillo de
esperanza y seguridad en los ojos-
−
Bueno, espero que tengas el coco preparado para cosas que escapan
a... ¿cómo decirlo? Es complicado, sin duda. -Payré hizo una pausa
y recorrió su salón con la mirada- Cosas que escapan a la
comprensión, lógica, empírica y científica del mundo.
−
Creo que sí.
−
¡Excelente! -dijo Payré- La Gran Biblioteca es un lugar muy
especial. No sé exactamente cuándo, pero hubo un momento en que la
Ciencia fue incapaz de convivir con lo mágico, lo esotérico que
había vivido con la Humanidad desde los inicios del mundo. La
magia, o las creencias, daban a la gente un poder inimaginable hoy
día. Inimaginable e incomprensible. Y el ser humano es ambicioso,
con todo, pero especialmente con saber. Todos estamos obsesionados
con saber, conocer y comprenderlo todo.
»
Cuando empezó a aparecer la Ciencia, el ser humano se vio reducido
en sus capacidades, pero tenía un eje en la vida que podía
entender, las leyes de la ciencia eran explicables, comprensibles. Y
dejamos de creer en lo mágico, y alguien guardó celosamente todos
los libros que hablaban de ello de forma seria en la Gran Biblioteca,
sobrevivieron con nosotros el folclore y la literatura, que es como
ver la realidad mágica reflejada siete veces en espejos deformes.
Como mucho sabemos los colores.
Payré rió con la
metáfora de los espejos y bebió café poco a poco hasta que terminó
su taza. Se reclinó en el sofá y sencillamente disfrutó de estar
allí sentado. El Viajero trató de mantenerse paciente, pero pasados
unos pocos minutos interrumpió el silencio de la sala.
− ¿Y sabe dónde se encuentra la Gran Biblioteca? -preguntó, sin
evitar sentir que estaba siendo enormemente maleducado por
interrumpir el silencio de Payré-
−
Pensé que no ibas a preguntarlo, muchacho -contestó Payré dejando
que una amplia sonrisa atravesara su cara como un haz de luz en un
oscuro desván- He ido en varias ocasiones a la Gran Biblioteca, está
en un pueblecito oculto de la costa este de Inglaterra, su nombre es
Syrencall. Para llegar a él solo se puede acceder en barco. Lo más
seguro para tí sería tomarlo en Vlissingen, al sur de Holanda. Si
preguntas a cualquiera en el puerto por Bordick podrás encontrar un
pasaje hasta Syrencall y la Gran Biblioteca.
»
Debes saber que no funciona como cualquier biblioteca. Tienes que
preguntar al Guardián qué libro buscas, te indicará la sección en
la que se encuentra y te dará las normas para esa sección. Hasta
donde yo sé, no creo que puedas sacar Love & Hate Rhapsody de la
Gran Biblioteca.
−
Muchas gracias, monsieur Payré. -dijo el Viajero, conteniendo una
sonrisa descarada; era el primer logro auténtico tras meses de
búsqueda.- Quedo a su disposición para lo que desee.
−
Gracias, gracias. Mmm... ¿qué tal hacer compañía a un anciano?
-dijo Payré sonriendo al Viajero- Solo esta tarde, mañana podrás
bajar la montaña, creo que esta noche tendremos otra tormenta, ¡ay!
Estos primeros meses del invierno son terribles, parece que los
elementos quieren recuperar el frío a pasos agigantados. Pero me
estoy alargando, efectivamente, me estoy alargando; qué dice, joven
amigo ¿me hará compañía hoy?
−
Por supuesto -contestó el Viajero, permitiéndose el lujo de
sonreír.-
El Viajero pasó aquella
tarde y aquella noche con Jean Payré y, a pesar de que al principio
estuvo un poco reticente, disfrutó mucho del día. Discutió con el
anciano francés sobre múltiples hechos históricos y esto sirvió
al Viajero para recuperar la contedianeidad después de meses de una
vida robada en pos de la búsqueda. El Viajero aprendió mucho de
Payré acerca de los alquimistas y otros hechos extraordinarios de la
Historia.
El Viajero disfrutó
mucho de aquel día y sirvió en cierto modo de entreacto para su
aventura. A la mañana siguiente, se levantó temprano y salió de la
casa de Payré, dejando tras de sí una carta despidiéndose del
anciano. Caminó hasta la taberna para desayunar, el sol empezaba a
abrirse paso entre las nubes y cuando sus rayos atravesaban las
partículas de hielo en suspensión todo brillaba con un aire irreal.
«Si me llegan a decir que estaría aquí haciendo esto hace un año,
no lo habría creído. En cierto modo, es muy apropiado» pensó el
Viajero. Poco después, el Viajero descendía la montaña, en busca
del camino que le iba a llevar de vuelta al húmedo norte de las
islas. Palpó con la mano el bulto en el que ocultaba su espada,
atado al macuto y miró al horizonte. Esa mañana el Viajero juró a
los elementos que haría lo que fuera necesario para cumplir su
misión... y su venganza.