Zephyr llevaba ya
tres horas en aquel cuarto, pero sólo ahora, que había terminado el
trabajo más duro, se dio cuenta del frío que hacía. Estaba sentado
en un taburete, contra la pared, a sus pies había un espacio grande
del cuarto en el que se dejaba libre el suelo de piedra. Sobre el
suelo Zephyr había colocado un gran pliego de papel, en el que había
encriptado en forma de círculo de transmutación la fórmula de una
nueva aleación en la que había estado trabajando los últimos
meses.
Contempló el
círculo de transmutación en el suelo y, satisfecho, subió las
escaleras que se abrían paso desde la puerta de la sala hasta la
superficie. Tras los 313 peldaños que había contado tras seis años
de continuas subidas y bajadas, salió al exterior. Ahora estaba en
el gran jardín de la casa en que vivía, propiedad de Heinrich
Wolfgang Wagner, al que se conocía como El Alquimista, pues era el
más viejo y sabio de los discípulos de Trismegisto. Zephyr también
era alquimista, había empezado a estudiar siendo muy pequeño. El
Alquimista fue su maestro, siempre decía que Zephyr tenía un gran
talento. Desde hacía un año, Zephyr sabía que lo que El Alquimista
llamaba talento se conocía como el Don. Era algo bastante extraño,
pero permitía a algunos alquimistas ser muy superiores, por ser
capaces de "ver" la composición de la materia para
cambiarla después. Zephyr aún no dominaba bien esta habilidad, pero
seguía aprendiendo con El Alquimista, aunque sus estudios reglados
ya habían terminado, y por eso, como pago por lo que le enseñaba,
Zephyr trabajaba para El Alquimista.
− ¡Franz!
-llamó una voz desde el otro lado del jardín-
Zephyr se
sobresaltó al oír que lo llamaban por su nombre de pila. Nadie lo
hacía. Bueno, excepto ella, Anna Rommel, una sobrina de El
Alquimista que vivía en la casa.
− Hola Anna
-contestó Zephyr, cuando la chica se acercó corriendo hasta él-
− ¿Has
terminado? -preguntó Anna impaciente-
− Tengo que
recoger el círculo y guardarlo en la biblioteca, pero sí. -dijo
Zephyr- ¿Por qué?
− Porque he
terminado mis tareas y pensé que quizás te gustaría llevarme al
pueblo con la
moto. - respondió Anna, con una voz muy dulce-
− ¿Sólo como
chófer o también como compañero? -ironizó Zephyr-
− ¡Tonto!
Como acompañante también -dijo Anna sonriendo.- Sabes que me gustas
mucho.
− Y tú sabes
que soy mayor para ti. -dijo Zephyr-
− Franz...
Sólo nos llevamos dos años. -insistió Anna-
− ¡Pero son
un mundo! En comparación con mis 17, tú eres una niña. -dijo
Zephyr-
Eso la dolió.
Anna abrió mucho los ojos, indignada, y se calló, se sentó en el
suelo y miró al cielo. Zephyr sabía que no debería haber dicho
eso. Sacó un paquete de tabaco del bolsillo del pantalón y se llevó
un cigarrillo a la boca. Se sentó junto a Anna y encendió su
cigarrillo ampapando la punta con dos líquidos distintos que
guardaba en pequeñas ampollas que sacó de su chaleco. A Anna le
asombró la habilidad y naturalidad con que Zephyr usaba sus
conocimientos de alquimia. Eso la animó a seguir con la
conversación.
− ¿Es porque
tienes miedo a mi tío? -dijo-
Zephyr calló
unos instantes y fumó silenciosamente.
− Puede. -dijo-
− Sé que si
pudiera elegirme un hombre, te eligiría a ti. -dijo Anna-
− Ese no es el
problema -dijo Zephyr e hizo una pausa- El problema es que Henry
confíe en mí como tu "hombre" y luego no cumpla
las expectativas.
− ¡Qué
ridículo eres! -rió Anna- Él confía en ti. Sus razones tendrá.
En lo importante sé que no vas a fallarme, Franz "Zephyr"
Sebastian.
Zephyr
permaneció callado unos segundos y luego dijo:
− Hemos dicho
que te llevo al pueblo en moto, ¿no?
···
Hacía unos cinco
minutos que habían salido de la finca de El Alquimista, cuando se
cruzaron con una pareja, un hombre y una mujer, que caminaban en
sentido contrario al que Zephyr y Anna avanzaban con la moto. Las
miradas de los dos caminantes se cruzaron con la de Zephyr, y el
alquimista se sobresaltó con el color de los ojos de los caminantes,
rojos los de él, aguamarina los de ella. "Son raros" pensó
Zephyr, "pero quizás no tanto como mi mechón azul".
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