Ya había anochecido y
los dos compañeros seguían en la playa. Apenas veían nada, ya que
la única luz procedía de la ciudad a sus espaldas y de los
farolillos que los pescadores nocturnos llevaban en la proa de sus
barquichuelas. Más alejados de la costa y en embarcaciones un poco
más grandes los pescadores colgaban de las bordas unas lámparas
redondas y grandes, usadas para atraer a las gambas y otros
crustáceos. Visto desde la costa daba la impresión de que un puñado
de estrellas habían decidido bajar del cielo para darse un baño en
el frío mar. Ceara disfrutaba con el viento rozándole las mejillas
y enfriando su piel. Cuando tocaba su propio cuerpo lo notaba
demasiado caliente para su gusto y no le importaba que su temperatura
disminuyera. La joven abrió los ojos y miró al Viajero. Éste no
había cerrado los ojos como ella, sino que clavaba su mirada rojiza
en el horizonte, mientras su mano acariciaba Love & Hate
Rhapsody, que habían guardado en el macuto del Viajero.
− ¿Sabes? -dijo Ceara- Aún no sé cómo te llamas.
−
Ya. -soltó el Viajero por toda respuesta.-
−
Quería decir que cuál es tu nombre.
−
¿Tanta importancia tiene?
−
Hombre, a no ser que quieras que te llame Viajero siempre...
-insistió Ceara-
−
Puedes llamarme Doyle -dijo el Viajero sin mirar a a Ceara-
−
Eso es tu apellido, ¿no? -dijo Ceara- Yo quiero el nombre de pila.
−
Mira que eres pesada. -gruñó el Viajero, levantándose y echando a
caminar hacia la ciudad-
Ceara sólo se volvió
y observó cómo se alejaba. Cuando había avanzado unos diez metros
se detuvo y miró atrás. Ceara comprendió, se levantó y anduvo
hasta el Viajero.
− Me llamo Fiennes -dijo el Viajero- Fiennes Doyle. Pero, si no te
importa, prefiero Doyle. Me recuerda mis orígenes.
−
Irlandés hasta la médula, ¿eh? -bromeó Ceara-
−
Irlandés hasta la médula -contestó Doyle-
−
Muy bien, Doyle.
Sin decir nada, Doyle
caminó hacia el pueblo de nuevo y Ceara lo siguió, comprendiendo
que era hora de volver a la posada. Los recuerdos estaban apretando
el pecho del Viajero con fuerza. Al fin había encontrado el libro,
había vuelto a decir su nombre y había oído a Ceara pronunciarlo.
Notaba cómo el llanto rugía en su garganta y luchaba por salir.
Doyle llevaba demasiado tiempo negándose sentir nada y ahora tenía
una fuerza imparable dentro de sí.
El tacto de la mano de
Ceara sobre la suya fue como un bálsamo y lo calmó. Doyle no sabía
muy bien cuándo la chica había agarrado su mano, pero empezó a
sentirlo en ese momento. Nada parecía tener lógica, las cosas
sencillamente ocurrían, Doyle se sentía en una nube y apretó la
mano de Ceara. Ella se agarró de su brazo. Se detuvieron. Los meses
de búsqueda, el dolor y la preocupación se habían disuelto. Por
primera vez desde hacía mucho, el Viajero notaba que era Fiennes
Doyle y no el personaje que él mismo había montado. En su mundo
sólo existía Ceara, y sus labios eran el único objetivo. La besó.
El sol era ya un
recuerdo de otro tiempo, y Doyle y Ceara caminaban de la mano por la
calle principal de Syrencall. el semblante de Doyle el Viajero había
pasado de una inescrutable dureza a una infantil incredulidad. Ceara
por su parte sonreía feliz con el mismo carácter bisoño que su
compañero.
Sólo estaban a unos
pasos de la posada donde dormían cuando Ceara aminoró el paso, se
puso frente a Doyle y lo besó. Fue un beso apasionado y voraz, pero
Doyle se sorprendió de que Ceara fuera capaz de transmitir toda esa
ternura en un beso tan ávido de él.
El Viajero se dejó ir
en ese beso y cuando el tiempo ya se había detenido para la pareja,
bañada por la mezcla de luz anaranjada del farol de la posada y la
tibia luz purpúrea de la luna, Ceara rompió el contacto y se separó
de Doyle. Caminaron dando un rodeo, cogidos de la mano hasta que
volvieron a llegar a la posada. Ceara se alejó de él entrando en la
posada, arrojándole una sonrisa digna de un Dios que juega con los
mortales.
Doyle restó mirando
boquiabierto al lugar donde su compañera de viaje había
desaparecido en el fragor de las voces de los pescadores que bebían
en la posada. Cuando salió del trance, tan romántico como
apocalíptico en que la joven de ojos aguamarina le había imbuido,
siguió la estela de esos ojos tan pícaros como tiernos y, entrando
ya en la posada, subió al piso superior.
Se dedicó unos
segundos de silencio frente a la puerta del cuarto de Ceara antes de
golpear la puerta con los nudillos y atravesar el umbral. La estancia
era tan pequeña como su propia habitación. Sobre la cama estaba
sentada Ceara, de espaldas a él y desnuda de cintura para arriba. Al
oír la puerta la muchacha volvió la cabeza y vio a Doyle, con total
tranquilidad cogió la blusa de lino que reposaba a su derecha, sobre
la cama. Se la puso. Se levantó, caminó hasta Doyle y le preguntó:
− Hola, ¿qué quieres?
−
¿Yo? -respondió Doyle, titubeante- ...nada. Sólo darte las buenas
noches.
−
Pues ¡buenas noches! -dijo Ceara, y lo abrazó-
−
Buenas noches -dijo él, confundido-
Se encaminó a la
puerta y cuando tenía la mano sobre el pomo, Ceara dijo:
− Doyle -y esperó a que su interlocutor se volviera- Si me
hubieras dicho a lo que realmente venías... -se paró, su voz no
sonaba a reproche, sino que sonaba divertida- Así habría sido. Sé
más sincero la próxima vez.
−
De acuerdo -dijo Doyle tragando saliva-
Cuando ya atravesaba la
puerta, Ceara lo agarró de la gabardina, lo atrajo hacia sí y lo
besó.
− Buenas noches -murmuró Ceara-
Por toda respuesta,
Doyle se sonrió. Salió al pasillo y se sentó junto a la puerta de
su cuarto, en el suelo. No sabía porqué, pero esa chica, su
arrogancia y la paz que le transmitía le estaban hechizando.
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