martes, 14 de enero de 2014

Love & Hate Rhapsody: Capítulo XI

El Viajero y su compañera anduvieron unos cuantos metros más hasta dar con la puerta. Era bastante más alta que el resto del vallado y estaba hecha de hierro de forja. Sobre los barrotes se seguían distinguiendo multitud de símbolos alquímicos.

    ¿Cómo entramos? -preguntó Ceara, poniendo en palabras lo que ambos veían; no había timbre ni nada parecido.-

Doyle suspiró y echó un vistazo a su alrededor. Nada. No veía una campana, ni un timbre, nada. Miró hacia el interior de la finca y distinguió un edificio que estaba a unos doscientos metros.

Puedo saltar el muro y abrirte desde dentro. -sugirió Ceara.-
    No creo que sea la mejor forma de ganarnos su confianza. -apuntó el Viajero y le dedicó una sonrisa a Ceara.-

Al sonreírla la miró a los ojos. «¡Qué guapa es!» pensó. tuvo que resistir el impulso de besarla y abrazarla. No podía hacerlo. No podía hacer eso y condenarla a estar con él, que no sabía a dónde le llevaría su búsqueda, ni que peligros la haría correr. No sería justo.

Doyle seguía mirando los ojos aguamarina de la chica cuando empezaron a oír unos pasos aplastando la gravilla; alguien se acercaba por el camino en sentido contrario al que ellos habían venido. El Viajero se alejó de la puerta para tener mayor visibilidad y vio a un muchacho acercándose. No podía tener más de quince años e iba ensimismado en la lectura de grueso libro encuadernado en papel. Una edición barata, de estudiante.

Cuando el joven estaba a escasos pasos de Doyle levantó la vista de la lectura y vio al Viajero. Se sorprendió.

Ho… Hola. -dijo con timidez.- ¿Qué hacéis aquí?

Su tono y su cara reflejaban que no era habitual ver a alguien nuevo por allí. Doyle contestó, seco, con su mejor actitud de tipo duro.

Venimos a ver al Alquimista. -dijo.- Pero no sabemos cómo entrar.
¡Ah! Ya… No tenemos timbre, no es normal que venga nadie ajeno. Yo os abriré.

El chico se acercó a la puerta y miró extrañado a Ceara que le saludó con alegría infantil. Cuando estuvo enfrente de la puerta el muchacho rebuscó en los bolsillos del abrigo largo de piel marrón que llevaba. «Le queda muy grande, parece de su padre» pensó Ceara. El estudiante había sacado una llave de su bolsillo, la cerró en el puño y siguió buscando hasta dar con otras dos. Se acercó a la cerradura, que estaba cubierta por una pieza dorada de latón, la corrió y dejó al descubierto dos ranuras. Miró las llaves en su mano, escogió dos y las metió en sendas cerraduras, sin girarlas. Luego pasó el brazo a través de los barrotes e insertó la tercera llave a tientas en el lado contrario. La giró y sonó un crujido. Luego giró las otras dos a la vez. Se oyó una larga letanía de chasquidos. Cuando terminó, el muchacho empujó la puerta que se abrió con un chirrido, recuperó sus llaves e invitó a pasar a los dos caminantes.

Por cierto, -dijo el muchacho mientras cerraba la puerta- mi nombre es Alastair, Will Alastair, pero podéis llamarme Cráneo.
¿Cráneo? -dijo Doyle con curiosidad.-
Cráneo se levantó el flequillo dejando ver su frente. No tenía cejas.
Siempre me quemo las cejas; una explosión, un Bunsen muy fuerte… Mis compañeros dicen que me cara parece un cráneo, porque no tengo cejas.

A Doyle le sorprendió que los alquimistas tuvieran un humor tan macabro y se dio cuenta de lo poco que sabía de alquimia o de alquimistas. Siempre había oído que los compuestos y objetos hecho por los alquimistas eran mejores, pero no sabía el porqué. Doyle tomó a Ceara del brazo y siguió a Cráneo por el prado que se extendía delante de la casa del Alquimista.



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