El
Viajero y su compañera anduvieron unos cuantos metros más hasta dar
con la puerta. Era bastante más alta que el resto del vallado y
estaba hecha de hierro de forja. Sobre los barrotes se seguían
distinguiendo multitud de símbolos alquímicos.
—
¿Cómo
entramos? -preguntó Ceara, poniendo en palabras lo que ambos veían;
no había timbre ni nada parecido.-
Doyle
suspiró y echó un vistazo a su alrededor. Nada. No veía una
campana, ni un timbre, nada. Miró hacia el interior de la finca y
distinguió un edificio que estaba a unos doscientos metros.
— Puedo
saltar el muro y abrirte desde dentro. -sugirió Ceara.-
— No
creo que sea la mejor forma de ganarnos su confianza. -apuntó el
Viajero y le dedicó una sonrisa a Ceara.-
Al
sonreírla la miró a los ojos. «¡Qué guapa es!» pensó. tuvo que
resistir el impulso de besarla y abrazarla. No podía hacerlo. No
podía hacer eso y condenarla a estar con él, que no sabía a dónde
le llevaría su búsqueda, ni que peligros la haría correr. No sería
justo.
Doyle
seguía mirando los ojos aguamarina de la chica cuando empezaron a
oír unos pasos aplastando la gravilla; alguien se acercaba por el
camino en sentido contrario al que ellos habían venido. El Viajero
se alejó de la puerta para tener mayor visibilidad y vio a un
muchacho acercándose. No podía tener más de quince años e iba
ensimismado en la lectura de grueso libro encuadernado en papel. Una
edición barata, de estudiante.
Cuando
el joven estaba a escasos pasos de Doyle levantó la vista de la
lectura y vio al Viajero. Se sorprendió.
— Ho…
Hola. -dijo con timidez.- ¿Qué hacéis aquí?
Su
tono y su cara reflejaban que no era habitual ver a alguien nuevo por
allí. Doyle contestó, seco, con su mejor actitud de tipo duro.
—
Venimos
a ver al Alquimista. -dijo.- Pero no sabemos cómo entrar.
— ¡Ah!
Ya… No tenemos timbre, no es normal que venga nadie ajeno. Yo os
abriré.
El
chico se acercó a la puerta y miró extrañado a Ceara que le saludó
con alegría infantil. Cuando estuvo enfrente de la puerta el
muchacho rebuscó en los bolsillos del abrigo largo de piel marrón
que llevaba. «Le queda muy grande, parece de su padre» pensó
Ceara. El estudiante había sacado una llave de su bolsillo, la cerró
en el puño y siguió buscando hasta dar con otras dos. Se acercó a
la cerradura, que estaba cubierta por una pieza dorada de latón, la
corrió y dejó al descubierto dos ranuras. Miró las llaves en su
mano, escogió dos y las metió en sendas cerraduras, sin girarlas.
Luego pasó el brazo a través de los barrotes e insertó la tercera
llave a tientas en el lado contrario. La giró y sonó un crujido.
Luego giró las otras dos a la vez. Se oyó una larga letanía de
chasquidos. Cuando terminó, el muchacho empujó la puerta que se
abrió con un chirrido, recuperó sus llaves e invitó a pasar a los
dos caminantes.
— Por
cierto, -dijo el muchacho mientras cerraba la puerta- mi nombre es
Alastair, Will Alastair, pero podéis llamarme Cráneo.
—
¿Cráneo?
-dijo Doyle con curiosidad.-
Cráneo
se levantó el flequillo dejando ver su frente. No tenía cejas.
—
Siempre
me quemo las cejas; una explosión, un Bunsen muy fuerte… Mis
compañeros dicen que me cara parece un cráneo, porque no tengo
cejas.
A
Doyle le sorprendió que los alquimistas tuvieran un humor tan
macabro y se dio cuenta de lo poco que sabía de alquimia o de
alquimistas. Siempre había oído que los compuestos y objetos hecho
por los alquimistas eran mejores, pero no sabía el porqué. Doyle
tomó a Ceara del brazo y siguió a Cráneo por el prado que se
extendía delante de la casa del Alquimista.