martes, 3 de diciembre de 2013

Love & Hate Rhapsody: Capítulo IX

 La nube de polvo se disipó, pero Ceara seguía tosiendo. El Viajero, por su parte, se había cubierto la boca con una bandana que llevaba al cuello y había seguido avanzando, así que ahora estaba tres pasos por delante de la chica. Al oír la tos de su compañera, Doyle sacó un pañuelo y volviendo al lado de Ceara, se lo tendió.

¿Estás bien? -preguntó Doyle.-
Sí, no te preocupes -contestó Ceara, y siguió tosiendo.-

      El polvo le picaba en la nariz y sobre todo en la garganta, haciéndole muy difícil tomar aire sin toser. Era muy molesto, pero Ceara casi habría deseado que la tos no pasara con tal de seguir recibiendo las atenciones de Doyle un rato más. Hacía dos meses que habían salido de Syrencall y desde entonces el Viajero se había mantenido a una prudente distancia de ella. Por su parte Ceara estaba esperando que Doyle volviera a besarla y abrazarla, pero eso no ocurría. Se sentía muy estúpida. Aquella noche en la playa había sentido a Doyle como alguien muy cercano a ella, como si lo conociera desde hacía mucho tiempo. Aún así, en los últimos meses, la comunicación entre ambos se había ido reduciendo a lo indispensable. Eso le hacía sentir tan estúpida. No tenía claro si ese cambio repentino se debía a que los besos no habían sido más que fruto de una emoción pasajera o sencillamente su compañero tenía ahora la cabeza muy ocupada con descifrar el libro como para preocuparse por ella. En cualquier caso había llegado a la determinación de esperar, porque no quería irrumpir en los pensamientos de su compañero. Sabía que la misión que estaba llevando a cabo era muy importante para él, y ella iba a respetar eso.

       A pesar de sus deseos la tos acabo pasando y tuvieron que continuar andando. Se encontraban allí con mucha suerte. Después de encontrar el libro y de darse cuenta de que necesitaban un alquimista, se pusieron a buscar uno muy lentamente. Preguntar por un alquimista no afiliado al Ejército era muy peligroso, así que se lo tomaban con cautela. La casualidad quiso que una noche, en el bar de un hostal, Doyle tuviera un encuentro muy afortunado. Al volver de Syrencall habían atravesado Holanda en tren hasta llegar a Bonn y desde allí habían andado de pueblo en pueblo siguiendo el Rin hasta llegar a aquella aldea. Doyle y ella se habían sentado en una mesa a tomar algo caliente antes de ir a dormir. Hablaban del destino del día siguiente, intentando hacerse oír por encima del barullo de los borrachos y los obreros fabriles que estaban allí celebrando el final de la jornada laboral. Entre todo el tumulto una voz grave se impuso y llamó:

¿Finn? ¿Finn Doyle?

      Doyle se volvió alarmado hacia la voz, pero descubrió que se trataba de John Travis, un antiguo compañero del colegio. Travis había salido de Irlanda uno o dos años antes que Doyle, tratando de buscar un trabajo que en su tierra escaseaba.

¡Travis! -dijo Doyle al verlo.-

       Los dos antiguos amigos se fundieron en un abrazo, tras el cual el Viajero invitó a Travis a tomar asiento. Hablaron durante un buen rato, poniéndose al día. Ceara escuchó de nuevo la historia de cómo Doyle estaba viajando por el continente por motivos académicos, para escribir un libro de Historia o algo así. Después de minutos de charla, bromas y anécdotas de su adolescencia, Doyle preguntó:
¿Y cómo llevas el alemán? ¿Es tan inteligible como parece?
Lo domino como si hubiera vivido aquí toda la vida, ¿no recuerdas que estuve aquí estudiando alquimia durante dos años?
¡No lo recordaba! -dijo Doyle, entusiasmado- y ahora que me recuerdas eso, ¿puedo pedirte un favor?
Mientras no sea darte dinero, lo que quieras. -contestó Travis, riendo ruidosamente.-
Verás, estaba buscando un alquimista para que me respondiera algunas dudas sobre parte de la documentación que he recabado y... bueno, no quería preguntar a nadie en un cuartel para evitarme las versiones oficiales, ya me entiendes.
¿Necesitas un alquimista? -dijo Travis.- Pues estás de suerte. El hombre que me enseñó vive a menos de doscientos kilómetros de aquí y es el mejor. Lo llaman El Alquimista, figúrate. Su nombre real es Heinrich Wolfgang Wagner y si no quieres versiones oficiales, es tu hombre. Es de los pocos alquimistas libres que quedan, yo creo que a pesar de todo le tienen respeto y por eso le dejan en paz.

        Ceara notó como el alivio se reflejaba en el rostro del Viajero mientras Travis le daba las señas de la casa-escuela del Alquimista. Después de esa noche, los dos habían caminado casi dos semanas y ahora ya estaban muy cerca del destino.

        Después de que Ceara se recuperara de la tos, habían caminado hasta llegar a un cruce de caminos. Los cuatro cuadrantes que formaba la encrucijada eran parcelas cubiertas con muros de setos, menos una. La que quedaba a la izquierda, pasado el cruce, estaba vallada con un muro de mampostería que alcanzaba los tres metros, rematado en la cúspide con barras de hierro acabadas en punta de flecha. Doyle se detuvo en el cruce y valoró todos los caminos posibles, hasta que señaló la parcela del muro.

Ésta es la casa del Alquimista. -dijo-
¿Cómo lo sabes? -dijo Ceara, extrañada con lo rotundo de la afirmación de su compañero.-
Mira allá arriba, en los barrotes. -dijo Doyle- ¿Lo ves?
¿El qué?
Están llenos de símbolos alquímicos.

     Ceara se fijó de nuevo y alcanzó a ver extraños símbolos marcados en relieve contra los barrotes. Recordaba haber visto algunos de ellos en las páginas del horóscopo del Daily Europe que les obligaban a leer en el internado.

Vale -dijo Ceara sonriendo- ¿ahora como entramos?
Sigamos el muro, en algún punto tendrá que haber una puerta.

     Ceara no pensó que “en algún punto” fuera a estar a más de dos kilómetros, y estaba empezando a cansarse de andar. Doyle parecía estar pensando lo mismo, porque cada rato se alejaba del muro para tener más perspectiva y ver si distinguía ya la puerta. Al cabo de un rato, el muro giraba a la izquierda y siguieron caminando a su lado. Poco tiempo después Ceara distinguió, unos metros más adelante, que el muro de piedra comenzaba a hacerse más bajo, mientras los barrotes iban cubriendo el espacio que éste iba cediendo. En seguida pudieron mirar a través de los barrotes. El interior era una inmensa pradera que en primavera habría sido de un verde intenso, pero que en aquellos días de noviembre tenía un aspecto pálido. Tras el mar de hierba y a una buena distancia se destacaba un edificio.

Bueno -dijo el Viajero- ahora al menos sabemos dónde estamos yendo. ¡Vamos!

      Doyle tomó a Ceara de la mano y siguieron andando. Ceara mira alternativamente a la pradera y a Doyle. El joven irlandés tenía una sonrisa preciosa, la misma que había puesto al encontrar Love & Hate Rhapsody en la Gran Biblioteca. Una sonrisa burlona, ladeada, que era casi una mueca, pero que transmitía tanta decisión que Ceara empezó a creer en el viaje en el que estaba sumergida, no sólo porque le estaba alejando de casa y le estaba dando la posibilidad de huir, sino también porque seguiría aquella sonrisa hasta el fin del mundo.


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