La
nube de polvo se disipó, pero Ceara seguía tosiendo. El Viajero,
por su parte, se había cubierto la boca con una bandana que llevaba
al cuello y había seguido avanzando, así que ahora estaba tres
pasos por delante de la chica. Al oír la tos de su compañera, Doyle
sacó un pañuelo y volviendo al lado de Ceara, se lo tendió.
—
¿Estás
bien? -preguntó Doyle.-
—
Sí,
no te preocupes -contestó Ceara, y siguió tosiendo.-
El
polvo le picaba en la nariz y sobre todo en la garganta, haciéndole
muy difícil tomar aire sin toser. Era muy molesto, pero Ceara casi
habría deseado que la tos no pasara con tal de seguir recibiendo las
atenciones de Doyle un rato más. Hacía dos meses que habían salido
de Syrencall y desde entonces el Viajero se había mantenido a una
prudente distancia de ella. Por su parte Ceara estaba esperando que
Doyle volviera a besarla y abrazarla, pero eso no ocurría. Se sentía
muy estúpida. Aquella noche en la playa había sentido a Doyle como
alguien muy cercano a ella, como si lo conociera desde hacía mucho
tiempo. Aún así, en los últimos meses, la comunicación entre
ambos se había ido reduciendo a lo indispensable. Eso le hacía
sentir tan estúpida. No tenía claro si ese cambio repentino se
debía a que los besos no habían sido más que fruto de una emoción
pasajera o sencillamente su compañero tenía ahora la cabeza muy
ocupada con descifrar el libro como para preocuparse por ella. En
cualquier caso había llegado a la determinación de esperar, porque
no quería irrumpir en los pensamientos de su compañero. Sabía que
la misión que estaba llevando a cabo era muy importante para él, y
ella iba a respetar eso.
A
pesar de sus deseos la tos acabo pasando y tuvieron que continuar
andando. Se encontraban allí con mucha suerte. Después de encontrar
el libro y de darse cuenta de que necesitaban un alquimista, se
pusieron a buscar uno muy lentamente. Preguntar por un alquimista no
afiliado al Ejército era muy peligroso, así que se lo tomaban con
cautela. La casualidad quiso que una noche, en el bar de un hostal,
Doyle tuviera un encuentro muy afortunado. Al volver de Syrencall
habían atravesado Holanda en tren hasta llegar a Bonn y desde allí
habían andado de pueblo en pueblo siguiendo el Rin hasta llegar a
aquella aldea. Doyle y ella se habían sentado en una mesa a tomar
algo caliente antes de ir a dormir. Hablaban del destino del día
siguiente, intentando hacerse oír por encima del barullo de los
borrachos y los obreros fabriles que estaban allí celebrando el
final de la jornada laboral. Entre todo el tumulto una voz grave se
impuso y llamó:
—
¿Finn?
¿Finn Doyle?
Doyle
se volvió alarmado hacia la voz, pero descubrió que se trataba de
John Travis, un antiguo compañero del colegio. Travis había salido
de Irlanda uno o dos años antes que Doyle, tratando de buscar un
trabajo que en su tierra escaseaba.
—
¡Travis!
-dijo Doyle al verlo.-
Los
dos antiguos amigos se fundieron en un abrazo, tras el cual el
Viajero invitó a Travis a tomar asiento. Hablaron durante un buen
rato, poniéndose al día. Ceara escuchó de nuevo la historia de
cómo Doyle estaba viajando por el continente por motivos académicos,
para escribir un libro de Historia o algo así. Después de minutos
de charla, bromas y anécdotas de su adolescencia, Doyle preguntó:
— ¿Y
cómo llevas el alemán? ¿Es tan inteligible como parece?
— Lo
domino como si hubiera vivido aquí toda la vida, ¿no recuerdas que
estuve aquí estudiando alquimia durante dos años?
— ¡No
lo recordaba! -dijo Doyle, entusiasmado- y ahora que me recuerdas
eso, ¿puedo pedirte un favor?
—
Mientras
no sea darte dinero, lo que quieras. -contestó Travis, riendo
ruidosamente.-
—
Verás,
estaba buscando un alquimista para que me respondiera algunas dudas
sobre parte de la documentación que he recabado y... bueno, no
quería preguntar a nadie en un cuartel para evitarme las versiones
oficiales, ya me entiendes.
—
¿Necesitas
un alquimista? -dijo Travis.- Pues estás de suerte. El hombre que me
enseñó vive a menos de doscientos kilómetros de aquí y es el
mejor. Lo llaman El Alquimista, figúrate. Su nombre real es Heinrich
Wolfgang Wagner y si no quieres versiones oficiales, es tu hombre. Es
de los pocos alquimistas libres que quedan, yo creo que a pesar de
todo le tienen respeto y por eso le dejan en paz.
Ceara
notó como el alivio se reflejaba en el rostro del Viajero mientras
Travis le daba las señas de la casa-escuela del Alquimista. Después
de esa noche, los dos habían caminado casi dos semanas y ahora ya
estaban muy cerca del destino.
Después
de que Ceara se recuperara de la tos, habían caminado hasta llegar a
un cruce de caminos. Los cuatro cuadrantes que formaba la encrucijada
eran parcelas cubiertas con muros de setos, menos una. La que quedaba
a la izquierda, pasado el cruce, estaba vallada con un muro de
mampostería que alcanzaba los tres metros, rematado en la cúspide
con barras de hierro acabadas en punta de flecha. Doyle se detuvo en
el cruce y valoró todos los caminos posibles, hasta que señaló la
parcela del muro.
— Ésta
es la casa del Alquimista. -dijo-
— ¿Cómo
lo sabes? -dijo Ceara, extrañada con lo rotundo de la afirmación de
su compañero.-
— Mira
allá arriba, en los barrotes. -dijo Doyle- ¿Lo ves?
— ¿El
qué?
— Están
llenos de símbolos alquímicos.
Ceara
se fijó de nuevo y alcanzó a ver extraños símbolos marcados en
relieve contra los barrotes. Recordaba haber visto algunos de ellos
en las páginas del horóscopo del Daily Europe que les obligaban a
leer en el internado.
— Vale
-dijo Ceara sonriendo- ¿ahora como entramos?
—
Sigamos
el muro, en algún punto tendrá que haber una puerta.
Ceara
no pensó que “en algún punto” fuera a estar a más de dos
kilómetros, y estaba empezando a cansarse de andar. Doyle parecía
estar pensando lo mismo, porque cada rato se alejaba del muro para
tener más perspectiva y ver si distinguía ya la puerta. Al cabo de
un rato, el muro giraba a la izquierda y siguieron caminando a su
lado. Poco tiempo después Ceara distinguió, unos metros más
adelante, que el muro de piedra comenzaba a hacerse más bajo,
mientras los barrotes iban cubriendo el espacio que éste iba
cediendo. En seguida pudieron mirar a través de los barrotes. El
interior era una inmensa pradera que en primavera habría sido de un
verde intenso, pero que en aquellos días de noviembre tenía un
aspecto pálido. Tras el mar de hierba y a una buena distancia se
destacaba un edificio.
— Bueno
-dijo el Viajero- ahora al menos sabemos dónde estamos yendo.
¡Vamos!
Doyle
tomó a Ceara de la mano y siguieron andando. Ceara mira
alternativamente a la pradera y a Doyle. El joven irlandés tenía
una sonrisa preciosa, la misma que había puesto al encontrar Love
& Hate Rhapsody en la Gran Biblioteca. Una sonrisa burlona,
ladeada, que era casi una mueca, pero que transmitía tanta decisión
que Ceara empezó a creer en el viaje en el que estaba sumergida, no
sólo porque le estaba alejando de casa y le estaba dando la
posibilidad de huir, sino también porque seguiría aquella sonrisa
hasta el fin del mundo.
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