martes, 10 de diciembre de 2013

Love & Hate Rhapsody: Capítulo X

       Zephyr entró en la calle principal de Beunel disfrutando del contacto con Anna, sentada tras él en la motocicleta. Al pasar por las calles la gente saludaba reservadamente a Zephyr. Lo conocían bien, era prácticamente el único habitante de la finca de El Alquimista que viajaba a Beunel, pero la gente de a pie solía ser reservada con los alquimistas. Zephyr lo justificaba como la espresión que tenían del miedo hacia lo desconocido.
      Todo el mundo daba por sentada la calidad de los objetos que los alquimistas fabricaban, pero nadie quería saber cómo lo hacían. Algunos supersticiosos hablaban de magia negra. La gente con mayor cultura hablaba de ciencia y a pesar de la seguridad de su información, no se acercaban mucho. La realidad era que la alquimia vivía de una forma casi clandestina, como un secreto a voces. La implantación del Nuevo Orden, y el establecimiento de la alquimia como una práctica reservada casi en exclusiva para los militares no facilitaba la apertura de la gente hacia la alquimia, ya que había quedado vinculada a la autoridad del Ejército. La mayoría de los habitantes de Beunel, no obstante, eran mucho más abiertos, a base de años de convivencia con los alquimistas.
      Zephyr paró su motocicleta frente a la tienda de químicos de Beunel. Era fácil encontrar estas tiendas en las zonas rurales, pues vendían varios compuestos muy utilizados en agricultura, pero la de Beunel era especialmente grande por los suministros que pedían los alquimistas de la Finca. Zephyr apagó el motor de su vehículo y bajó, ayudando a Anna a hacer lo mismo.
Tengo que dejarle a Leumann la lista de los suministros, luego vamos a tomar una cerveza. -dijo Zephyr a Anna.-
Vale, no te preocupes, haz lo que tengas que hacer. -contestó la chica con una sonrisa.-
¡Vamos! -dijo Zephyr devolviéndosela-
      El joven alquimista entró en la tienda de Leumann. Zephyr adoraba esa tienda. La familia Leumann había llevado esa tienda desde hacía cinco generaciones y en ese lapso de más de un siglo la tienda apenas había cambiado, y tenía el aspecto de una antigua botica. Al entrar, Zephyr no vio a Leumann pero llegó a su cerebro un olor familiar.
¿Estás haciendo polvo de plata, Leumann? -dijo el chico para que se le oyera desde la trastienda.-
        De la puerta situada tras el mostrador salió Richard Leumann, un hombre delgado de cerca de la cuarentena, con el pelo corto entrecano y que lucía una barba bien recortada.
En realidad estaba haciendo virutas, pero sí, era plata. -contestó al llegar al mostrador.-
      Sonrió. Era un tipo alegre y culto, a Zephyr le caía muy bien. Además mientras aún era estudiante le regalaba los materiales que precisaba cuando no tenía dinero.
Y, ¿qué va a ser hoy, Zephyr? -dijo Leumann.-
Pues… aquí lo tiene todo. -dijo Zephyr sacando una lista de papel de su chaleco.- Volveremos en un par de horas, ¿lo tendrá todo listo?
Sí, sin problema. -dijo Leumann repasando la lista rápidamente.-
Buenas tardes entonces, luego paso por aquí.
       Zephyr y Anna salieron de la tienda de Leumann y se acercaron a la plaza central de Beunel en la que estaban las tres tabernas del pueblo. Mientras se acercaban a una de las tabernas, entró un camión militar en la plaza. De él bajaron cinco hombres; cuatro soldados y un oficial, unos cuantos más se quedaron en el interior.
       La cara de ese oficial le era familiar a Zephyr. Kurt Hessler. Había sido alumo de El Alquimista, como él, y durante el tiempo que estudiaron juntos, Hessler rivalizaba con Zephyr, ya que le aventajaba a pesar de ser mucho más joven.
       Al verlo, Zephyr aceleró y entró en la taberna, pidió dos cervezas y se sentó con Anna en una mesa junto a la ventana, desde la que, grtacias a una cortina podía ver sin ser visto.
¿Qué ocurre, Franz? -preguntó Anna.-
¿Has visto a esos militares? -dijo Zephyr.-
Sí, claro. -respondió la chica.-
El oficial era alumno de tu tío, estudió conmigo, éramos enemigos. No me da buena espina que esté aquí.
¿Y está en el Ejército? -preguntó Anna- Mi tío no deja que sus alumnos se hagan militares.
Con él es más complejo. -empezó Zephyr- Cuando entró a la enseñanza de tu tío parecía más atraído por destacar, por ser nominalmente un alquimista que por aprender. Henry suele echar a los alumnos con estas pretensiones, pero él es más inteligente que todo eso. No vio que era así hasta que pasó el tiempo. -Zephyr se detuvo, Hessler estaba parando a los ciudadanos, mientras les enseñaba una hoja de papel. La mayoría de los vecinos negaban con la cabeza al hablar con él.- Perdona, iba diciendo que Henry no pudo verlo. Las cosas empezaron a ponerse feas, él quería destacar pero no podía superarme, yo era el mejor de la clase.
Eres un deshecho de humildad, Franz. -se rió Anna.-
Intento ser objetivo. Yo era mejor, mis calificaciones eran mejores, aprendía más rápido… y tenía 12 años, él 18. Y eso le hacía enfadar. Después del primer año, Hessler empezó a sabotearme algunos proyectos. Yo al principio no me daba cuenta; él era muy discreto y yo muy estúpido, creía que eran mis errores los que provocaban los fallos. A pesar de que mis calificaciones bajaban gracias a su intervención, no era suficiente para él. Quería que yo me diera cuenta, que sufriese por lo que me hacía. Así que empezó a hacer sus sabotajes evidentes. Aunque yo lo veía me daba miedo enfrentarme a él, de modo que corregía mis proyectos, algunas veces empezando desde cero y los protegía para que no pudiera adulterarlos. Mis notas volvieron a subir y esto, unido a que seguía sin entrar en su juego, hizo que pasara a mayores. Me retó a un duelo. Y acepté.
¡Franz! -se quejó la chica haciendo que su pelo se agitara con el movimiento de cabeza- Los duelos no son para gente como tú, son para quien no sabe usar otra cosa que la fuerza bruta.
La esgrima es más que fuerza bruta, Anna. -dijo Zephyr con calma- Tu tío sin ir más lejos fue un gran espadachín mientras la juventud se lo permitió. De hecho, él enseñó a mi padre, y él fue quien me enseñó a mí. Además, Hessler me provocó. Insultó a mis padres. Dijo que si eran torpes alquimistas se merecían el accidente, ante esta afrenta, resolví aceptar el duelo. Nos citamos un día antes del amanecer, para que Henry no se enterase. Vencí, le hice un corte en la cara. Él era muy bueno con la espada, de hecho estoy seguro de que su habilidad le ha hecho progresar tan rápido en la escala militar. Por los galones que he visto, ahora es capitán y sólo tiene 23 años. Ser alquimista ayudará también supongo. Ese día su habilidad se perdió entre su furia. Yo por el contrario mantuve la calma, ante todo quería protegerme, salir ileso, y él quería herirme. En medio de sus ataques furibundos cometió un error, se arriesgó demasiado y le corté accidentalmente. Los gritos de dolor de Hessler y las alabanzas y quejas de nuestros compañeros despertaron a tu tío.
» Nos interrogó a ambos y resolvió que yo había sido afrentado. Me tocó un duro castigo, pero a él le dijo que si no cambiaba de actitud tendría que echarle de su tutela. A Hessler no le gustó nada esto, se enfadó y dijo que buscaría otro maestro. Se fue al día siguiente y unos meses más tarde nos enteramos de que había ingresado en la Escuela Militar de Alquimia de Berlín. Cuando ingresó denunció a Henry y tuvo que enfrentarse a un par de inspecciones, pero no encontraron nada, así que todo quedó tranquilo en poco tiempo. Eso es lo último que supimos de Kurt Hessler. Hasta hoy.
¿Entonces crees que está aquí para detener a mi tío? ¿O a tí? -dijo Anna, asustada-
No creo. Nos guarda rencor, seguro, pero mira. Ese papel que enseña es un cartel de busca y captura. Si nos buscase a mí o a tu tío, sabría donde encontrarnos, y los vecinos también. Debe buscar a algún forajido o un disidente. Aún así no me gusta que esté aquí.
¿Forajidos? Podrían ser la pareja que nos cruzamos por el camino, no les había visto nunca y por aquí no vienen muchos turistas, y menos a pie.
¡Tienes razón! Y por el camino que llevaban, podrían estar cerca de la Finca. -dijo Zephyr- Vámonos, tenemos que avisar a tu tío, por si acaso.
       Zephyr apuró la jarra de cerveza y se puso el abrigo largo que llevaba. Entonces se echó la coleta por encima del hombro. El accidente químico que mató a sus padres le había dejado una curiosa marca, que era el pelo de su nuca, de un extraño color azul en contraste con el resto de su cabeza, en que el pelo era negro. Cuando era niño se avergonzaba de su marca y solía teñirse ese mechón. Cuando creció le resultó una cuestión de orgullo, y se dejaba larga esa parte a modo de coleta. Aunque le daba un aspecto misterioso y especial, también lo hacía fácil de reconocer, y eso era lo que quería evitar ahora.
Anna -dijo Zephyr- Déjame tu bufanda.
¿Por qué?
Quiero taparme la coleta, no quiero que me reconozca.
       Anna le dejó la bufanda y se ocultó la coleta con ella. Después y con cautela salieron de la taberna. La calle en la que estaba la tienda de Leumann y por la que se llegaba directamente a la plaza estaba frente a la taberna, pero para llegar a ella tenían que pasar por delante de los militares, así que Zephyr guió a Anna y la sacó por la calle que salía del lateral de la taberna. Dando un rodeo volvieron a la calle principal más adelante, unos metros por delante de la tienda de Richard Leumann y la motocicleta.
      Zephyr entró a recoger el pedido, avisando a Leumann de la presencia de la patrulla. Metió el pedido en las alforjas de lona de la moto y con Anna agarrada a su cintura aceleró para llegar cuanto antes a la Finca. Una extraña sensación oprimía su pecho, un recuerdo de la mezcla de ira y miedo que se posó en su corazón la mañana que venció al hombre del que ahora huía.


martes, 3 de diciembre de 2013

Love & Hate Rhapsody: Capítulo IX

 La nube de polvo se disipó, pero Ceara seguía tosiendo. El Viajero, por su parte, se había cubierto la boca con una bandana que llevaba al cuello y había seguido avanzando, así que ahora estaba tres pasos por delante de la chica. Al oír la tos de su compañera, Doyle sacó un pañuelo y volviendo al lado de Ceara, se lo tendió.

¿Estás bien? -preguntó Doyle.-
Sí, no te preocupes -contestó Ceara, y siguió tosiendo.-

      El polvo le picaba en la nariz y sobre todo en la garganta, haciéndole muy difícil tomar aire sin toser. Era muy molesto, pero Ceara casi habría deseado que la tos no pasara con tal de seguir recibiendo las atenciones de Doyle un rato más. Hacía dos meses que habían salido de Syrencall y desde entonces el Viajero se había mantenido a una prudente distancia de ella. Por su parte Ceara estaba esperando que Doyle volviera a besarla y abrazarla, pero eso no ocurría. Se sentía muy estúpida. Aquella noche en la playa había sentido a Doyle como alguien muy cercano a ella, como si lo conociera desde hacía mucho tiempo. Aún así, en los últimos meses, la comunicación entre ambos se había ido reduciendo a lo indispensable. Eso le hacía sentir tan estúpida. No tenía claro si ese cambio repentino se debía a que los besos no habían sido más que fruto de una emoción pasajera o sencillamente su compañero tenía ahora la cabeza muy ocupada con descifrar el libro como para preocuparse por ella. En cualquier caso había llegado a la determinación de esperar, porque no quería irrumpir en los pensamientos de su compañero. Sabía que la misión que estaba llevando a cabo era muy importante para él, y ella iba a respetar eso.

       A pesar de sus deseos la tos acabo pasando y tuvieron que continuar andando. Se encontraban allí con mucha suerte. Después de encontrar el libro y de darse cuenta de que necesitaban un alquimista, se pusieron a buscar uno muy lentamente. Preguntar por un alquimista no afiliado al Ejército era muy peligroso, así que se lo tomaban con cautela. La casualidad quiso que una noche, en el bar de un hostal, Doyle tuviera un encuentro muy afortunado. Al volver de Syrencall habían atravesado Holanda en tren hasta llegar a Bonn y desde allí habían andado de pueblo en pueblo siguiendo el Rin hasta llegar a aquella aldea. Doyle y ella se habían sentado en una mesa a tomar algo caliente antes de ir a dormir. Hablaban del destino del día siguiente, intentando hacerse oír por encima del barullo de los borrachos y los obreros fabriles que estaban allí celebrando el final de la jornada laboral. Entre todo el tumulto una voz grave se impuso y llamó:

¿Finn? ¿Finn Doyle?

      Doyle se volvió alarmado hacia la voz, pero descubrió que se trataba de John Travis, un antiguo compañero del colegio. Travis había salido de Irlanda uno o dos años antes que Doyle, tratando de buscar un trabajo que en su tierra escaseaba.

¡Travis! -dijo Doyle al verlo.-

       Los dos antiguos amigos se fundieron en un abrazo, tras el cual el Viajero invitó a Travis a tomar asiento. Hablaron durante un buen rato, poniéndose al día. Ceara escuchó de nuevo la historia de cómo Doyle estaba viajando por el continente por motivos académicos, para escribir un libro de Historia o algo así. Después de minutos de charla, bromas y anécdotas de su adolescencia, Doyle preguntó:
¿Y cómo llevas el alemán? ¿Es tan inteligible como parece?
Lo domino como si hubiera vivido aquí toda la vida, ¿no recuerdas que estuve aquí estudiando alquimia durante dos años?
¡No lo recordaba! -dijo Doyle, entusiasmado- y ahora que me recuerdas eso, ¿puedo pedirte un favor?
Mientras no sea darte dinero, lo que quieras. -contestó Travis, riendo ruidosamente.-
Verás, estaba buscando un alquimista para que me respondiera algunas dudas sobre parte de la documentación que he recabado y... bueno, no quería preguntar a nadie en un cuartel para evitarme las versiones oficiales, ya me entiendes.
¿Necesitas un alquimista? -dijo Travis.- Pues estás de suerte. El hombre que me enseñó vive a menos de doscientos kilómetros de aquí y es el mejor. Lo llaman El Alquimista, figúrate. Su nombre real es Heinrich Wolfgang Wagner y si no quieres versiones oficiales, es tu hombre. Es de los pocos alquimistas libres que quedan, yo creo que a pesar de todo le tienen respeto y por eso le dejan en paz.

        Ceara notó como el alivio se reflejaba en el rostro del Viajero mientras Travis le daba las señas de la casa-escuela del Alquimista. Después de esa noche, los dos habían caminado casi dos semanas y ahora ya estaban muy cerca del destino.

        Después de que Ceara se recuperara de la tos, habían caminado hasta llegar a un cruce de caminos. Los cuatro cuadrantes que formaba la encrucijada eran parcelas cubiertas con muros de setos, menos una. La que quedaba a la izquierda, pasado el cruce, estaba vallada con un muro de mampostería que alcanzaba los tres metros, rematado en la cúspide con barras de hierro acabadas en punta de flecha. Doyle se detuvo en el cruce y valoró todos los caminos posibles, hasta que señaló la parcela del muro.

Ésta es la casa del Alquimista. -dijo-
¿Cómo lo sabes? -dijo Ceara, extrañada con lo rotundo de la afirmación de su compañero.-
Mira allá arriba, en los barrotes. -dijo Doyle- ¿Lo ves?
¿El qué?
Están llenos de símbolos alquímicos.

     Ceara se fijó de nuevo y alcanzó a ver extraños símbolos marcados en relieve contra los barrotes. Recordaba haber visto algunos de ellos en las páginas del horóscopo del Daily Europe que les obligaban a leer en el internado.

Vale -dijo Ceara sonriendo- ¿ahora como entramos?
Sigamos el muro, en algún punto tendrá que haber una puerta.

     Ceara no pensó que “en algún punto” fuera a estar a más de dos kilómetros, y estaba empezando a cansarse de andar. Doyle parecía estar pensando lo mismo, porque cada rato se alejaba del muro para tener más perspectiva y ver si distinguía ya la puerta. Al cabo de un rato, el muro giraba a la izquierda y siguieron caminando a su lado. Poco tiempo después Ceara distinguió, unos metros más adelante, que el muro de piedra comenzaba a hacerse más bajo, mientras los barrotes iban cubriendo el espacio que éste iba cediendo. En seguida pudieron mirar a través de los barrotes. El interior era una inmensa pradera que en primavera habría sido de un verde intenso, pero que en aquellos días de noviembre tenía un aspecto pálido. Tras el mar de hierba y a una buena distancia se destacaba un edificio.

Bueno -dijo el Viajero- ahora al menos sabemos dónde estamos yendo. ¡Vamos!

      Doyle tomó a Ceara de la mano y siguieron andando. Ceara mira alternativamente a la pradera y a Doyle. El joven irlandés tenía una sonrisa preciosa, la misma que había puesto al encontrar Love & Hate Rhapsody en la Gran Biblioteca. Una sonrisa burlona, ladeada, que era casi una mueca, pero que transmitía tanta decisión que Ceara empezó a creer en el viaje en el que estaba sumergida, no sólo porque le estaba alejando de casa y le estaba dando la posibilidad de huir, sino también porque seguiría aquella sonrisa hasta el fin del mundo.