miércoles, 16 de octubre de 2013

Love & Hate Rhapsody: Capítulo III

    El Viajero disfrutaba relajado en el viejo Renault que había comprado hacía meses, al entrar en Francia. Había parado en una estación de carretera para descansar y comer algo, aprovechando también para contar el dinero del que disponía. Era difícil que pudiera seguir viajando en aquel coche, pagando la gasolina, si tenía que llegar hasta los Países Bajos. Calculaba que con lo que le quedaba podría llegar hasta cerca de París y, vendiendo el coche, podría llegar a viajar bastantes meses más, caminando y usando los trenes.

    Desde que se había impuesto el Nuevo Orden el combustible era caro; las carreteras estaban menos controladas que otros medios de transporte, y era una forma de evitar que se realizaran movimientos sin controlar. Tener que usar los trenes y autobuses le suponía ser más cuidadoso para que no lo descubrieran, pero si seguía con su automóvil, su viaje no duraría mucho.

      Hacer cuentas y tener que prescindir del coche le había sentado mal. Si el dinero no le iba a llegar era porque en principio pensó que su viaje sería más corto, pero había tenido que andar y desandar varias veces el mismo camino. Había estado tres veces en Basilea, y dos en Lyon. Había pisado las mismas carreteras una y otra vez, siguiendo las pistas que le daban en cada nueva visita.

      Siguió conduciendo casi cuatro horas más, y paró en un pueblo no muy grande para cenar y dormir. Encontró un hostal a la entrada del pueblo, casi en la carretera. El sitio no tenía muy buen aspecto pero el Viajero tenía que moverse por lo que un profesor italiano al que entrevistó unos meses atrás llamaba el Submundo. Aquel hombre no le había dado ninguna pista que le llevara al libro que buscaba, pero le había hablado y explicado muy bien el mundo en el que vivía. Leo Perretta, aquel profesor italiano, llamaba Submundo a las zonas rurales, ya que después de que se instaurara el Nuevo Orden, en los pueblos el Ejército no tenía casi presencia. Toda la delincuencia, la resistencia y los disidentes se habían trasladado a esas zonas.

       Las ciudades vivían al día, disfrutando de la tecnología, pero en los pueblos los avances se iban retrasando, de forma que en parte se habían recuperado valores y técnicas tradicionales. Perretta se consideraba contrario al régimen militar aunque confesó al Viajero que cuando se dio el levantamiento, casi veinte años atrás, él fue uno de los que lo apoyaron. El Viajero, para quien la vida antes del Ejército era un sueño lejano de la infancia, no comprendía la postura. Tampoco nadie le había contado nunca lo que había ocurrido en aquella semana. Durante sus años en la universidad había estudiado la versión oficial, pero ésta, incluso en los estudios superiores era escandalosamente breve, y no decía nada, cuando no tenía visos de propaganda, detalles que hacían que el Nuevo Orden se pareciera mucho en sus formas a la antigua Unión Soviética, o a los regímenes fascistas.

        Aquel día en Milán, sentado en el despacho del profesor Perretta, por fin pudo preguntar qué había ocurrido. El italiano se tomó un minuto para poner en orden sus ideas y luego comenzó a hablar.

Entiendo lo difícil que es evaluar aquellos días viéndolo desde hoy, cuando el Ejército es algo completamente distinto a lo que supuso en su momento. Hazte a la idea de lo siguiente. Ha pasado casi un siglo de democracias modernas, se suceden los años y cada vez se dan pasos para llegar a una democracia más real, más práctica. Pero pasa el tiempo y los partidos, los políticos, las células de poder se encierran en sí mismas y crean una especie de oligarquía disfrazada de democracia. Al principio es imperceptible. Pero poco a poco, la gente se siente engañada. En aquellos días la democracia era el mal. La gente prefería una dictadura que dijera que lo es a una dictadura disfrazada. El Ejército hizo el resto.

Al parecer desde unos meses antes del levantamiento, algunos generales de varios países de Europa se estaban reuniendo para dar el golpe. Al final ocurrió aquella semana de noviembre. El Ejército depuso a los políticos y se puso al mando. En pocos meses habían organizado todo. Disciplina militar, ya sabes. Todo parecía lógico. Escogieron a los mejores expertos para dirigir los diferentes aspectos del país. Ningún ministerio tenía una cabeza, sino un comité de decisión, con uno de sus miembros como portavoz. Europa comenzó a funcionar como hacía años que no ocurría. No había diferencias por la nacionalidad, teníamos las mismas oportunidades, daba igual que fueras alemán, inglés, ucraniano o checo. Lo importante era ser europeo.

En otros sitios del mundo, empezaron a pasar cosas parecidas, y poco a poco la desigualdad desaparecía. Por primera vez en milenios todos los seres humanos eran realmente iguales. Pero eso era una utopía, y no podía existir. Y nuestro enemigo para ello somos nosotros mismos. Algunos militares empezaron a abusar de su posición. El Mando Central tapaba esos casos para evitar que se diera una mala imagen del Ejército, pero tampoco pudieron controlar a esa gente. En poco tiempo, las cosas seguían mejorando, pero debajo había una lista infinita de abusos.

Por otro lado, algunos profesores e intelectuales denunciaron que había libros que desaparecían de las bibliotecas. Había ciertos ámbitos del saber que se estaban ocultando. Todos relacionados con lo que hay más allá. Cosas referentes al ocultismo, la energía, la “magia” si se puede llamar así. Digamos que había toda una historia oculta del mundo cubierta por el Ejército. Aún no sé porqué. Hoy me opongo a este Nuevo Orden, pero hemos aprendido todos mucho estos años. Hemos visto que un mundo mejor es posible, y ahora lo intentaremos de nuevo, pero necesitamos estar seguros de que el Gobierno, sea quien sea, no pueda hacer lo que quiera con nosotros. Y claro, el ser humano puede permitir que le cuiden como si fuera un niño pequeño, pero no es fácil soportarlo cuando ya has madurado. No estaría de más que recordaras que el Nuevo Orden no es malo, sencillamente hace mal.

       Tras aquella entrevista, el Viajero tuvo que volver a Lyon, de donde venía, y aunque no tenía nuevas pistas sobre el libro, le encantó aprender todo aquello del profesor Perretta. Recordando todo lo que había hablado aquel día en Milán, el Viajero terminó la cena que había pedido en el hostal. Subió a la habitación y volvió a hacer cálculos. Definitivamente, iba a tener que abandonar el coche. Le molestó la sensación de pérdida de independencia que le generaba tener que perder aquello que había sido su medio de transporte y su casa en ocasiones, lo único suyo durante los meses de búsqueda. Pero al fin y al cabo lo importante era llegar al libro. Lo importante era Love & Hate Rhapsody.

        Estaba cansado de la jornada, de forma que decidió irse a dormir, pero antes quiso darse una ducha. Al salir se miró en el espejo. El pelo le había crecido una barbaridad desde que había salido de casa, y hacía al menos dos semanas que no se afeitaba, de forma que su reflejo le devolvía una imagen salvaje que no le disgustaba del todo. Había perdido peso y sus músculos se insinuaban debajo de la piel. En los meses que llevaba viajando no había comido demasiado, en parte por ahorrar dinero, en parte porque los nervios le habían cerrado el estómago hasta nuevo aviso.

       Se quedó contemplando su reflejo un rato y se decidió a rebuscar en su equipaje hasta dar con la cuchilla de afeitar, a fin de evitar acabar con una barba excesivamente larga. Cuando terminó estaba mucho más a gusto consigo mismo, aunque sabía que a la mañana siguiente volvería a tener las mejillas oscurecidas.

        Lavó la ropa que llevaba desde hacía días y la puso a secar sobre la silla y colgada de la barra de las cortinas de la ducha, se puso ropa limpia de su macuto y se tumbó en la cama. Tardó unos minutos en dormirse, dejando a su mente vagar y recordar, no sin añoranza, los días de felicidad en casa. Supo en aquel instante que aquella persona que fue había muerto en muchos aspectos, dando paso al Viajero. Echó de menos su yo anterior, pero la decisión por lograr su misión se convirtió en su escudo contra todo lo que estuviera por llegar.

        El canto de los pájaros creaba una síncopa desconcertante cuando el Viajero abrió los ojos. El sol apenas se dejaba intuir en el horizonte, en forma de una claridad con aire espectral, pero el ruido que el panadero hacía al otro lado de la calle había obligado a los pájaros a decidir que el día ya había comenzado.

      El Viajero se incorporó y miró a su alrededor. No terminaba de acostumbrarse a despertar cada día en un sitio diferente, y siempre tenía que darse unos segundos hasta poder ubicarse correctamente. Las primeras veces éste era un momento angustioso, pero a medida que las semanas pasaban en procesión, descubrir dónde había dormido se convirtió en una especie de juego y la sensación que lo invadía era de curiosidad. “Preferiría no saber donde estoy debido a una exagerada ingesta de whisky”, pensó. Solía hacerse chistes a sí mismo, para combatir la soledad. Normalmente no tenía mucho tiempo para pensar en nada que no fuera el viaje, pero los ratos al volante y las mañanas eran un momento de soledad inmensa. A veces temía volverse loco, otras sencillamente se reía de sí mismo por montar divertidas conversaciones en la cabeza.

     Bajó a la cafetería del hostal y comprobó que se había levantado antes incluso que el propio camarero, de modo que subió de nuevo a la habitación y se dedicó a ordenar y dejar listo todo su equipaje. Ordenó la ropa, los libros, los materiales de orientación, etc… Limpió la pistola y comprobó que funcionaba perfectamente. Hizo lo mismo con su espada. Luego volvió a guardarlo todo en el macuto y salió a la calle para dejarlo en el coche. Al bajar vio que la cafetería estaba ya abierta y al volver a entrar desayunó. El café de aquel sitio no era la brea espesa que le gustaba, pero se conformó.

      Echó un vistazo a los periódicos que tenían allí. Como cada vez que los consultaba o cuando veía un telediario, se tranquilizó al no ver su cara en la página de disidentes perseguidos. No obstante, una noticia llamó su atención. Las protestas se sucedían en las Islas Británicas. Un puñado de trabajadores “animados por el oportunismo de una banda de disidentes”, según aquel diario, habían tomado las calles cercanas a las fábricas en que trabajaban. No aparecía nada referente a las razones de aquella revuelta, sencillamente se aludía al “oportunismo” de los disidentes.

     Algo estaba cambiando, y el libro podía ser la ayuda necesaria para acabar con todo aquello y levantar de nuevo Europa. Pero eran esperanzas. Nada más. No sabía qué había en Love & Hate Rhapsody , sólo aquella referencia “el conocimiento para romper las cadenas y desatar un nuevo mundo”. Pero confiaba plenamente en el libro.


     Salió del pueblo unos minutos más tarde y condujo todo el día. Anochecía cuando en el horizonte brillaban desbordantes las luces de París. El Viajero se acercaba a la ciudad del amor, sin saber que era precisamente eso lo que iba a encontrar. 

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