El
Viajero disfrutaba relajado en el viejo Renault que había comprado
hacía meses, al entrar en Francia. Había parado en una estación de
carretera para descansar y comer algo, aprovechando también para
contar el dinero del que disponía. Era difícil que pudiera seguir
viajando en aquel coche, pagando la gasolina, si tenía que llegar
hasta los Países Bajos. Calculaba que con lo que le quedaba podría
llegar hasta cerca de París y, vendiendo el coche, podría llegar a
viajar bastantes meses más, caminando y usando los trenes.
Desde que se había impuesto
el Nuevo Orden el combustible era caro; las carreteras estaban menos
controladas que otros medios de transporte, y era una forma de evitar
que se realizaran movimientos sin controlar. Tener que usar los
trenes y autobuses le suponía ser más cuidadoso para que no lo
descubrieran, pero si seguía con su automóvil, su viaje no duraría
mucho.
Hacer cuentas y tener que
prescindir del coche le había sentado mal. Si el dinero no le iba a
llegar era porque en principio pensó que su viaje sería más corto,
pero había tenido que andar y desandar varias veces el mismo camino.
Había estado tres veces en Basilea, y dos en Lyon. Había pisado las
mismas carreteras una y otra vez, siguiendo las pistas que le daban
en cada nueva visita.
Siguió conduciendo casi
cuatro horas más, y paró en un pueblo no muy grande para cenar y
dormir. Encontró un hostal a la entrada del pueblo, casi en la
carretera. El sitio no tenía muy buen aspecto pero el Viajero tenía
que moverse por lo que un profesor italiano al que entrevistó unos
meses atrás llamaba el Submundo. Aquel hombre no le había dado
ninguna pista que le llevara al libro que buscaba, pero le había
hablado y explicado muy bien el mundo en el que vivía. Leo Perretta,
aquel profesor italiano, llamaba Submundo a las zonas rurales, ya que
después de que se instaurara el Nuevo Orden, en los pueblos el
Ejército no tenía casi presencia. Toda la delincuencia, la
resistencia y los disidentes se habían trasladado a esas zonas.
Las
ciudades vivían al día, disfrutando de la tecnología, pero en los
pueblos los avances se iban retrasando, de forma que en parte se
habían recuperado valores y técnicas tradicionales. Perretta se
consideraba contrario al régimen militar aunque confesó al Viajero
que cuando se dio el levantamiento, casi veinte años atrás, él fue
uno de los que lo apoyaron. El Viajero, para quien la vida antes del
Ejército era un sueño lejano de la infancia, no comprendía la
postura. Tampoco nadie le había contado nunca lo que había ocurrido
en aquella semana. Durante sus años en la universidad había
estudiado la versión oficial, pero ésta, incluso en los estudios
superiores era escandalosamente breve, y no decía nada, cuando no
tenía visos de propaganda, detalles que hacían que el Nuevo Orden
se pareciera mucho en sus formas a la antigua Unión Soviética, o a
los regímenes fascistas.
Aquel día en Milán,
sentado en el despacho del profesor Perretta, por fin pudo preguntar
qué había ocurrido. El italiano se tomó un minuto para poner en
orden sus ideas y luego comenzó a hablar.
Entiendo lo difícil que
es evaluar aquellos días viéndolo desde hoy, cuando el Ejército es
algo completamente distinto a lo que supuso en su momento. Hazte a la
idea de lo siguiente. Ha pasado casi un siglo de democracias
modernas, se suceden los años y cada vez se dan pasos para llegar a
una democracia más real, más práctica. Pero pasa el tiempo y los
partidos, los políticos, las células de poder se encierran en sí
mismas y crean una especie de oligarquía disfrazada de democracia.
Al principio es imperceptible. Pero poco a poco, la gente se siente
engañada. En aquellos días la democracia era el mal. La gente
prefería una dictadura que dijera que lo es a una dictadura
disfrazada. El Ejército hizo el resto.
Al parecer desde unos
meses antes del levantamiento, algunos generales de varios países de
Europa se estaban reuniendo para dar el golpe. Al final ocurrió
aquella semana de noviembre. El Ejército depuso a los políticos y
se puso al mando. En pocos meses habían organizado todo. Disciplina
militar, ya sabes. Todo parecía lógico. Escogieron a los mejores
expertos para dirigir los diferentes aspectos del país. Ningún
ministerio tenía una cabeza, sino un comité de decisión, con uno
de sus miembros como portavoz. Europa comenzó a funcionar como hacía
años que no ocurría. No había diferencias por la nacionalidad,
teníamos las mismas oportunidades, daba igual que fueras alemán,
inglés, ucraniano o checo. Lo importante era ser europeo.
En otros sitios del
mundo, empezaron a pasar cosas parecidas, y poco a poco la
desigualdad desaparecía. Por primera vez en milenios todos los seres
humanos eran realmente iguales. Pero eso era una utopía, y no podía
existir. Y nuestro enemigo para ello somos nosotros mismos. Algunos
militares empezaron a abusar de su posición. El Mando Central tapaba
esos casos para evitar que se diera una mala imagen del Ejército,
pero tampoco pudieron controlar a esa gente. En poco tiempo, las
cosas seguían mejorando, pero debajo había una lista infinita de
abusos.
Por otro lado, algunos
profesores e intelectuales denunciaron que había libros que
desaparecían de las bibliotecas. Había ciertos ámbitos del saber
que se estaban ocultando. Todos relacionados con lo que hay más
allá. Cosas referentes al ocultismo, la energía, la “magia” si
se puede llamar así. Digamos que había toda una historia oculta del
mundo cubierta por el Ejército. Aún no sé porqué. Hoy me opongo a
este Nuevo Orden, pero hemos aprendido todos mucho estos años. Hemos
visto que un mundo mejor es posible, y ahora lo intentaremos de
nuevo, pero necesitamos estar seguros de que el Gobierno, sea quien
sea, no pueda hacer lo que quiera con nosotros. Y claro, el ser
humano puede permitir que le cuiden como si fuera un niño pequeño,
pero no es fácil soportarlo cuando ya has madurado. No estaría de
más que recordaras que el Nuevo Orden no es malo, sencillamente hace
mal.
Tras aquella entrevista, el
Viajero tuvo que volver a Lyon, de donde venía, y aunque no tenía
nuevas pistas sobre el libro, le encantó aprender todo aquello del
profesor Perretta. Recordando todo lo que había hablado aquel día
en Milán, el Viajero terminó la cena que había pedido en el
hostal. Subió a la habitación y volvió a hacer cálculos.
Definitivamente, iba a tener que abandonar el coche. Le molestó la
sensación de pérdida de independencia que le generaba tener que
perder aquello que había sido su medio de transporte y su casa en
ocasiones, lo único suyo durante los meses de búsqueda. Pero al fin
y al cabo lo importante era llegar al libro. Lo importante era Love &
Hate Rhapsody.
Estaba cansado de la
jornada, de forma que decidió irse a dormir, pero antes quiso darse
una ducha. Al salir se miró en el espejo. El pelo le había crecido
una barbaridad desde que había salido de casa, y hacía al menos dos
semanas que no se afeitaba, de forma que su reflejo le devolvía una
imagen salvaje que no le disgustaba del todo. Había perdido peso y
sus músculos se insinuaban debajo de la piel. En los meses que
llevaba viajando no había comido demasiado, en parte por ahorrar
dinero, en parte porque los nervios le habían cerrado el estómago
hasta nuevo aviso.
Se
quedó contemplando su reflejo un rato y se decidió a rebuscar en su
equipaje hasta dar con la cuchilla de afeitar, a fin de evitar acabar
con una barba excesivamente larga. Cuando terminó estaba mucho más
a gusto consigo mismo, aunque sabía que a la mañana siguiente
volvería a tener las mejillas oscurecidas.
Lavó la ropa que llevaba
desde hacía días y la puso a secar sobre la silla y colgada de la
barra de las cortinas de la ducha, se puso ropa limpia de su macuto y
se tumbó en la cama. Tardó unos minutos en dormirse, dejando a su
mente vagar y recordar, no sin añoranza, los días de felicidad en
casa. Supo en aquel instante que aquella persona que fue había
muerto en muchos aspectos, dando paso al Viajero. Echó de menos su
yo anterior, pero la decisión por lograr su misión se convirtió en
su escudo contra todo lo que estuviera por llegar.
El
canto de los pájaros creaba una síncopa desconcertante cuando el
Viajero abrió los ojos. El sol apenas se dejaba intuir en el
horizonte, en forma de una claridad con aire espectral, pero el ruido
que el panadero hacía al otro lado de la calle había obligado a los
pájaros a decidir que el día ya había comenzado.
El
Viajero se incorporó y miró a su alrededor. No terminaba de
acostumbrarse a despertar cada día en un sitio diferente, y siempre
tenía que darse unos segundos hasta poder ubicarse correctamente.
Las primeras veces éste era un momento angustioso, pero a medida que
las semanas pasaban en procesión, descubrir dónde había dormido se
convirtió en una especie de juego y la sensación que lo invadía
era de curiosidad. “Preferiría no saber donde estoy debido a una
exagerada ingesta de whisky”, pensó. Solía hacerse chistes a sí
mismo, para combatir la soledad. Normalmente no tenía mucho tiempo
para pensar en nada que no fuera el viaje, pero los ratos al volante
y las mañanas eran un momento de soledad inmensa. A veces temía
volverse loco, otras sencillamente se reía de sí mismo por montar
divertidas conversaciones en la cabeza.
Bajó a la cafetería del
hostal y comprobó que se había levantado antes incluso que el
propio camarero, de modo que subió de nuevo a la habitación y se
dedicó a ordenar y dejar listo todo su equipaje. Ordenó la ropa,
los libros, los materiales de orientación, etc… Limpió la pistola
y comprobó que funcionaba perfectamente. Hizo lo mismo con su
espada. Luego volvió a guardarlo todo en el macuto y salió a la
calle para dejarlo en el coche. Al bajar vio que la cafetería estaba
ya abierta y al volver a entrar desayunó. El café de aquel sitio no
era la brea espesa que le gustaba, pero se conformó.
Echó un vistazo a los
periódicos que tenían allí. Como cada vez que los consultaba o
cuando veía un telediario, se tranquilizó al no ver su cara en la
página de disidentes perseguidos. No obstante, una noticia llamó su
atención. Las protestas se sucedían en las Islas Británicas. Un
puñado de trabajadores “animados por el oportunismo de una banda
de disidentes”, según aquel diario, habían tomado las calles
cercanas a las fábricas en que trabajaban. No aparecía nada
referente a las razones de aquella revuelta, sencillamente se aludía
al “oportunismo” de los disidentes.
Algo estaba cambiando, y el
libro podía ser la ayuda necesaria para acabar con todo aquello y
levantar de nuevo Europa. Pero eran esperanzas. Nada más. No sabía
qué había en Love & Hate Rhapsody , sólo aquella referencia
“el conocimiento para romper las cadenas y desatar un nuevo mundo”.
Pero confiaba plenamente en el libro.
Salió
del pueblo unos minutos más tarde y condujo todo el día. Anochecía
cuando en el horizonte brillaban desbordantes las luces de París. El
Viajero se acercaba a la ciudad del amor, sin saber que era
precisamente eso lo que iba a encontrar.
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