miércoles, 20 de noviembre de 2013

Love & Hate Rhapsody: Capítulo VII

       Ya había anochecido y los dos compañeros seguían en la playa. Apenas veían nada, ya que la única luz procedía de la ciudad a sus espaldas y de los farolillos que los pescadores nocturnos llevaban en la proa de sus barquichuelas. Más alejados de la costa y en embarcaciones un poco más grandes los pescadores colgaban de las bordas unas lámparas redondas y grandes, usadas para atraer a las gambas y otros crustáceos. Visto desde la costa daba la impresión de que un puñado de estrellas habían decidido bajar del cielo para darse un baño en el frío mar. Ceara disfrutaba con el viento rozándole las mejillas y enfriando su piel. Cuando tocaba su propio cuerpo lo notaba demasiado caliente para su gusto y no le importaba que su temperatura disminuyera. La joven abrió los ojos y miró al Viajero. Éste no había cerrado los ojos como ella, sino que clavaba su mirada rojiza en el horizonte, mientras su mano acariciaba Love & Hate Rhapsody, que habían guardado en el macuto del Viajero.

− ¿Sabes? -dijo Ceara- Aún no sé cómo te llamas.

− Ya. -soltó el Viajero por toda respuesta.-

− Quería decir que cuál es tu nombre.

− ¿Tanta importancia tiene?

− Hombre, a no ser que quieras que te llame Viajero siempre... -insistió Ceara-

− Puedes llamarme Doyle -dijo el Viajero sin mirar a a Ceara-

− Eso es tu apellido, ¿no? -dijo Ceara- Yo quiero el nombre de pila.

− Mira que eres pesada. -gruñó el Viajero, levantándose y echando a caminar hacia la ciudad-

       Ceara sólo se volvió y observó cómo se alejaba. Cuando había avanzado unos diez metros se detuvo y miró atrás. Ceara comprendió, se levantó y anduvo hasta el Viajero.

− Me llamo Fiennes -dijo el Viajero- Fiennes Doyle. Pero, si no te importa, prefiero Doyle. Me recuerda mis orígenes.

− Irlandés hasta la médula, ¿eh? -bromeó Ceara-

− Irlandés hasta la médula -contestó Doyle-

− Muy bien, Doyle.

       Sin decir nada, Doyle caminó hacia el pueblo de nuevo y Ceara lo siguió, comprendiendo que era hora de volver a la posada. Los recuerdos estaban apretando el pecho del Viajero con fuerza. Al fin había encontrado el libro, había vuelto a decir su nombre y había oído a Ceara pronunciarlo. Notaba cómo el llanto rugía en su garganta y luchaba por salir. Doyle llevaba demasiado tiempo negándose sentir nada y ahora tenía una fuerza imparable dentro de sí.

       El tacto de la mano de Ceara sobre la suya fue como un bálsamo y lo calmó. Doyle no sabía muy bien cuándo la chica había agarrado su mano, pero empezó a sentirlo en ese momento. Nada parecía tener lógica, las cosas sencillamente ocurrían, Doyle se sentía en una nube y apretó la mano de Ceara. Ella se agarró de su brazo. Se detuvieron. Los meses de búsqueda, el dolor y la preocupación se habían disuelto. Por primera vez desde hacía mucho, el Viajero notaba que era Fiennes Doyle y no el personaje que él mismo había montado. En su mundo sólo existía Ceara, y sus labios eran el único objetivo. La besó.

       El sol era ya un recuerdo de otro tiempo, y Doyle y Ceara caminaban de la mano por la calle principal de Syrencall. el semblante de Doyle el Viajero había pasado de una inescrutable dureza a una infantil incredulidad. Ceara por su parte sonreía feliz con el mismo carácter bisoño que su compañero.

       Sólo estaban a unos pasos de la posada donde dormían cuando Ceara aminoró el paso, se puso frente a Doyle y lo besó. Fue un beso apasionado y voraz, pero Doyle se sorprendió de que Ceara fuera capaz de transmitir toda esa ternura en un beso tan ávido de él.

       El Viajero se dejó ir en ese beso y cuando el tiempo ya se había detenido para la pareja, bañada por la mezcla de luz anaranjada del farol de la posada y la tibia luz purpúrea de la luna, Ceara rompió el contacto y se separó de Doyle. Caminaron dando un rodeo, cogidos de la mano hasta que volvieron a llegar a la posada. Ceara se alejó de él entrando en la posada, arrojándole una sonrisa digna de un Dios que juega con los mortales.

       Doyle restó mirando boquiabierto al lugar donde su compañera de viaje había desaparecido en el fragor de las voces de los pescadores que bebían en la posada. Cuando salió del trance, tan romántico como apocalíptico en que la joven de ojos aguamarina le había imbuido, siguió la estela de esos ojos tan pícaros como tiernos y, entrando ya en la posada, subió al piso superior.

       Se dedicó unos segundos de silencio frente a la puerta del cuarto de Ceara antes de golpear la puerta con los nudillos y atravesar el umbral. La estancia era tan pequeña como su propia habitación. Sobre la cama estaba sentada Ceara, de espaldas a él y desnuda de cintura para arriba. Al oír la puerta la muchacha volvió la cabeza y vio a Doyle, con total tranquilidad cogió la blusa de lino que reposaba a su derecha, sobre la cama. Se la puso. Se levantó, caminó hasta Doyle y le preguntó:

− Hola, ¿qué quieres?

− ¿Yo? -respondió Doyle, titubeante- ...nada. Sólo darte las buenas noches.

− Pues ¡buenas noches! -dijo Ceara, y lo abrazó-

− Buenas noches -dijo él, confundido-

        Se encaminó a la puerta y cuando tenía la mano sobre el pomo, Ceara dijo:

− Doyle -y esperó a que su interlocutor se volviera- Si me hubieras dicho a lo que realmente venías... -se paró, su voz no sonaba a reproche, sino que sonaba divertida- Así habría sido. Sé más sincero la próxima vez.

− De acuerdo -dijo Doyle tragando saliva-

       Cuando ya atravesaba la puerta, Ceara lo agarró de la gabardina, lo atrajo hacia sí y lo besó.

− Buenas noches -murmuró Ceara-

       Por toda respuesta, Doyle se sonrió. Salió al pasillo y se sentó junto a la puerta de su cuarto, en el suelo. No sabía porqué, pero esa chica, su arrogancia y la paz que le transmitía le estaban hechizando.  

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